Para entender un sistema, hay que cambiarlo. Es el principio, resumido en una brillante frase, de Kurt Lewin, padre de la psicología social. Este prusiano, nacido en 1890 en lo que sería la actual Polonia, se nacionalizó estadounidense tras huir de la Alemania nazi en donde ejercía de profesor en la Universidad de Berlín. Es el autor de la famosa «teoría del campo». En ella explica que las variaciones individuales en el comportamiento de las personas, con respecto a la norma general, son condicionadas por la tensión entre las percepciones que el sujeto tiene de sí mismo y del ambiente psicológico en el que se sitúa, es decir el espacio vital. Resulta curioso que un principio, tan básico como revolucionario a la vez, y emanado de principios del siglo XIX, nos pueda servir para explicar y comprender la política española dos siglos más tarde.

El principal comportamiento de las formaciones políticas es su lenguaje, y de ahí se derivan sus acciones. Es lo que trasciende a la ciudadanía. Pero, visto el elevado nivel de agresividad con el que las formaciones políticas conservadoras pretenden acceder al poder, no parece que hayan atendido a principios psicológicos que les ayudarían. Es más, los aprendices de brujo con trazas de asesor político, creen que quienes deciden son ellos y no la gente. Es un terreno cedido por los electores ya que, siempre se ha admirado más a un malévolo listo que a un ingenuo bonachón. Sirve también de excusa para justificar nuestra conducta en el voto porque, nos han manipulado... Lo hemos visto en películas recientes como El vicio del poder y en el documental Pásame con Roger Stone. La primera película se centra en la ambición del vicepresidente norteamericano Dick Cheney. La segunda narra las artimañas, conscientemente no disimuladas, del principal asesor de Trump para llevarle a la Casa Blanca a toda costa. Pero en ninguna de ellas, tampoco en la italiana «Silvio (y los otros)», sobre el decadente Berlusconi, se fija el protagonismo en las personas, en los votantes. Quienes deciden son los que dirigen y no los que eligen. Y no comparto ese determinismo político que se traduce como la primera victoria de la derecha ahora, y del poder muchas veces, ante cualquier cita electoral.

La decisión de convocar las elecciones ha tensionado la excitación, ya de por sí elevada, que se promueve desde la derecha española. Si somos lo que comemos, también somos lo que hablamos y cómo lo decimos. Y ese comportamiento con el lenguaje está convirtiendo a las formaciones conservadoras en prisioneras hoy de su resultado en abril. Si la sociedad quiere acuerdos algunos partidos, supuestamente alejados de los extremos, se apresuran, preventivamente, a acordar que no los quieren con otra parte fundamental de la sociedad. Algunos estrategas sabrán mucho de política, pero nada de psicología social. ¿Tan difícil resulta de entender que no son los partidos sino sus votantes los que quieren y deben alcanzar acuerdos? Y que son las formaciones políticas las que deben actuar como representantes de la ciudadanía para entenderse en las instituciones. Parece que las derechas sean rehenes de su propio espacio sin que puedan despegarse un ápice de su vecino político de al lado. Resumiendo, que lo que Vox ha unido, no lo separe Sánchez. Con esta estrategia la derecha no sólo está facilitando el voto útil al PSOE en la izquierda. Acaba de inventar algo más importante, el veto útil. Ese orgullo de la incapacidad para acordar convierte el voto útil, además, en un voto eficaz y constructivo. Un voto de consenso con un enorme espacio a su alrededor capaz de aglutinar ideología, pragmatismo y solidez. De ahí que el momento elegido para convocar elecciones haya sido el idóneo para aprovechar las curvas de Sánchez. Me refiero a la famosa ley de Yerkes-Dodson, conocida de forma más simple como la teoría de la U invertida. Es decir, ante la existencia en un momento determinado de un elevado estado de tensión, y la imposibilidad de mantener un alto nivel de respuesta ante dicha tensión si esta se alarga, la respuesta ideal se producirá en un momento exacto que no estará, en el tiempo, excesivamente distante. Este diseño tiene algunas debilidades.

La decisión está razonada por lo que respecta a la convocatoria pero no debemos olvidar que estamos a dos meses de las elecciones y las curvas de tensión sociológicas son cada vez más delgadas en el tiempo, en tanto son más elevadas en crispación. Por otra parte, si el diseño es correcto, el máximo de movilización se producirá en abril pero en ningún modo será posible repetirlo en mayo, tanto si tiene éxito, por cansancio psicológico, como si fracasa, por frustración. Ahora lo importante es que, votando, los progresistas cambiemos el sistema para comprenderlo mejor. Debemos hacerlo dando una respuesta en positivo que nos permita agrandar ese espacio vital al que aludía Lewin, para encontrar un lugar común para el acuerdo. <b>* </b>Psicólogo y escritor