Uno de los aspectos de la realidad que esta pandemia ya ha modificado es nuestra forma de movernos por el mundo. Por ocio o por negocio, viajar se había convertido en una manera de estar y de ser. Una potente industria había florecido a su alrededor, especialmente en los países donde el turismo es esencial para su economía. Hasta los ritos de paso están sellados con un viaje iniciático. Mi hijo finaliza etapa sin poder ir a París con su colegio, después de llevar un año soñando con ello. Es pecata minuta para la que está cayendo, pero entiendo su tristeza.

Cuando yo era más joven tenía mucha prisa por viajar, quería ver el mundo y el mundo me parecía grande y hermoso y todas las ciudades me recibían bien. Así que durante unos años viajé todo lo que pude, me dormí en muchos autobuses que cruzaban Europa lentamente mientras yo veía cambiar el paisaje y el idioma de las señales de tráfico, me leí muchos libros en trenes cochambrosos y me sentí en las nubes cuando mi presupuesto me permitió volar. Todas las lenguas me sonaban a gloria. Entonces no me despedía con tristeza de los lugares ni de las personas porque pensaba que volver sería natural. Luego, el tiempo y la vida se embarullan y, de repente, un día te das cuenta de que hay lugares a los que ya no regresarás. Sé también que hay muchos otros a los que nunca iré y algunas personas a las que posiblemente jamás volveré a ver. Pero esa es otra historia.

Lamento que una nueva generación vaya a tener un poco más difícil el asunto de viajar con la misma libertad que nosotros estrenamos, esa conquista reciente reservada antes a las elites. No sabemos qué cambios serán definitivos ni cómo afectarán a las personas y a la economía. Ni siquiera podemos dramatizar, solo podemos confiar en que aún habrá tiempo de conocer Venecia.

*Filóloga y escritora