Abandonar tu vida entera. Llorar en los abrazos y alargar las despedidas. Pensar que será la última vez que verás a los tuyos. Creer que, si sucede el milagro, podrás volver, ayudarles y hacer que su vida sea más digna. Cruzar medio continente buscando el paraíso. Soportar la sangre en la planta de los pies, aguantar la sed y engañar al hambre con lo poco que te queda. Llegar a la que podría ser la última frontera antes de la tierra prometida. Coger eso que te habían asegurado que es un barco pero que, desde luego, ni lo parece. Dejar de temblar al pensar que solo quedan unos kilómetros para terminar el viaje. Mirar a un lado y a otro y ver solo agua y más agua.

LEER EN EL resto de miradas el mismo miedo que estás sintiendo. Intuir el mismo pensamiento: "No sé nadar". Sentir que la barca vuelca. Intentar no aplastar a la mujer de al lado y a la vez querer salir con vida. Notar el agua ya por todo tu cuerpo y volver a pensar: "No sé nadar". Querer ver una luz cercana y encontrar solo oscuridad. Rezar para que alguien te vea y te ayude. Saber que quien está a tu lado coincide de nuevo con tu mismo pensamiento. Comenzar a escuchar voces a lo lejos. Intentar subir los brazos y ver que no te responden. Saber que el frío no se quiere marchar ni te va a dejar moverte.

Cerrar y abrir los ojos como si eso fuera a evitar que te hundieras. Pensar en aquella última despedida. Recordar a quienes te dijeron que no te marcharas. Imaginar a los que te pidieron que no comenzases este viaje y ahora esperan que regreses.

VISUALIZAR toda tu vida en solo unos segundos. Saborear su último beso. Querer agarrarte a la imagen de aquella última reunión familiar en la que la más pequeña de tus hijas no se despegaba de tus brazos. Maldecir aquel día en el que decidiste dar el paso. Intentar borrar el pacto que no firmaste pero en el que entregaste todos tus ahorros a cambio de un pasaporte a la nada. Volver a parpadear para apartar de tu cabeza otra imagen, la de esa mano que cogió el dinero, se marchó y ahora, cuando la necesitas, no está para salvarte.

Darte cuenta de que empieza a amanecer. Cerrar de nuevo los ojos con los primeros rayos de sol. Escuchar de nuevo voces. Reconocer alguna de las que salieron contigo en aquella playa. Sentir como unos brazos te tumban sobre la arena. Notar que alguien te tapa con una manta que te cubre parte del cuerpo. Empezar a dejar de sentir el frío que te ha martirizado en las últimas horas. Intentar levantarte. Rendirte. Soñar que la pesadilla ha terminado. Asumir que has vuelto a la casilla de salida. Eso en el mejor de los casos. Porque a lo mejor ya estás muerto. Ceuta. España. Siglo XXI.

Periodista