Alcanzar la ancianidad, hasta hace unas décadas, estaba reservado a quienes gozaran de una alimentación y de un código genético privilegiados. En nuestros días puede llegar a convertirse en una maldición y creo que nada hay comparable a llegar al final de tus días, convocar a los más queridos y tomar en su presencia el último rayo de sol o el último vaso.

En todas las culturas podríamos rastrear un arte del buen morir, aunque los profetas saltaran por encima del asunto. Un ángel apellidado Hernández ha vuelto a traer a nuestra conciencia el asunto de la eutanasia, y lo ha hecho pagando un alto precio. Hay que amar mucho a alguien como para que te pida morir y se lo concedas. No he visto ni a policías, ni jueces, ni paisanos que no se emocionaran con estos hechos. Lástima que algún político quiera emporcarlo todo. Escucho barbaridades como que «quieren una ley para morir cuando a cada uno le dé la gana», o «no vayamos a abrir la vía para que cualquiera se deshaga del abuelo». Qué falta de sensibilidad y de amor. Si se acuerda una buena ley, entiendo que contemplará unos supuestos y unas condiciones, como que quien lo solicite tenga una condena a cadena perpetua para sufrir, que se encuentre en plenas capacidades de decisión, lo entrevisten médicos, juristas, psicólogos y que sus allegados no se vean en la necesidad de ejecutar el acto final. Tal vez debiéramos comenzar por cambiar la palabra eutanasia por otra exprese su verdadero sentido.

Me resulta curioso que cierto sector ideológico sea quien despliegue el estandarte contra el derecho a decidir, cuando no le han preocupado las condiciones de vida de las madres sin recursos o la educación. No encarcelan a quien intenta suicidarse y fracasa, encarcela al que presta sus manos a alguien que no tiene capacidad para hacerlo. A ellos les recuerdo que el derecho a la eutanasia era reconocido en la Alemania de Hitler. No me refiero a los millones de exterminados, sino a que el régimen admitía que un desahuciado pidiera poner fin a sus días.

Sus motivos eran otros y, ni Ángel Hernández ni otros muchos, pedimos lo mismo cuando hablamos de vida con mayúsculas. Claro que podemos y debemos aceptar el dolor y el sufrimiento, pero cuando no queda más que sufrir en los días venideros, debemos entender que el viajero solicite bajar del tren. La eutanasia, o como acabemos llamándola, no puede convertirse en eslogan electoral ni tampoco en arma arrojadiza.

*Escritor y profesor. Universidad de Zaragoza