Merced a mi querida asociación Amigos del Libro, tuve ocasión de asistir a la charla que el filósofo y antropólogo Andrés Ortiz-Osés departió, con ocasión de presentar su obra más reciente.

En el primero de los dos libros tratados durante la sesión, El secreto de existir, Ortiz-Osés disertó sobre las relaciones humanas y el amor, al que en su obra ensalza y dignifica sin recurrir a visos románticos y fantasiosos, equiparando el vínculo amoroso con la trayectoria de un avión inmerso en potentes turbulencias, experiencia que requiere pilotos dotados de gran voluntad, percepción realista y pericia, sin lo que resulta imposible la meta ansiada: un aterrizaje feliz tras el vuelo de la vida.

Su segundo libro, Lo demónico, afronta un tema tan ingrato como solo puede serlo el análisis del espíritu maligno omnipresente en la dualidad que preside nuestro devenir existencial. Somos producto de una lucha permanente entre el bien y el mal, elementos sustanciales que anidan en nuestro interior y entre los que hemos de basar, con plena libertad de elección y, por tanto, responsabilidad, todas y cada una de nuestras decisiones. Sin embargo, lo que más me sorprendió en Ortiz-Osés fue su ejemplo vital, la sinceridad y naturalidad con la que acepta la enfermedad; su conformidad ante la cruel dolencia que amenaza su vida y para la que solo existen exiguas medidas paliativas.

El filósofo se refirió a la muerte sin acritud, como una realidad con la que es preciso aprender a convivir, ya que la propia vida solo adquiere sentido con la muerte. Se trata de otra faceta más de la condición humana, en la que puede llegar a percibirse el final del tránsito como un remanso de paz y serenidad, solo al alcance de quienes han sembrado a lo largo de su vida semillas fructíferas de autenticidad y entrega. H *Escritora