Hay días que me hacen ver el mundo como un lugar lleno de equivocados seguidores de san Bernardo cuya única misión es evitarnos el tedio de una vida sin espanto. No se explica de otra forma esta obsesión por atemorizarnos. Cada visceral polémica, como cada nuevo virus, es un miedo proyectado, cultivado y contagiado en el miasma común que respiramos. Junto a cada miedo se ofrece una presunta solución que pasa a formar parte del caldo oscuro de nuestras necesidades.

Pero los peligros son tantos que las soluciones se amontonan y contradicen como tertulianos feroces y desordenados: necesitamos rápidamente unas mascarillas, un pin parental, instalar alarmas en todas partes, ahorrar, comprar, acumular, tirar luego todo y ordenar la casa a lo Marie Kondo, destruir, conservar, recordar, olvidar, adquirir nociones de chino mandarín y un plan privado de jubilación; controlar la ira, expresar la ira pero ser tolerantes, aunque categóricos, y sobre todo seguir siendo positivos. Esto nos condena a una actividad mental y física tan errática como atroz y es demasiado histérico para ser estético.

Yo no sé si es inconsciencia o rebeldía, pero hay lunes en los que todo me da una monumental pereza. El miedo también. Estoy cansada de correr como pollo sin cabeza detrás del espejismo del bienestar y la seguridad -esa cosa incompatible con la vida-, y quizá eso me salve. Ahora que lo heroico ha perdido prestigio, la última forma de resistencia, abandonada ya toda esperanza como aquellos que estaban a punto de entrar en el infierno de Dante, será la indolencia. Tal vez cuando el miedo por fin nos esclavice, solo la desidia nos liberará. Ella trazará un lánguido y cabal corte de mangas ante tanta manipulación. Con su voz indiferente pronunciará un día el exacto no con el que empiece una suerte de afirmación.

*Filóloga y escritora