Cuesta mucho construir una democracia madura, participada y directa. Cada avance social, cada derecho, cada ley, cada institución más cercana a la gente, es fruto de un esfuerzo colectivo enorme, a veces de muchos años de luchas. Sin embargo, la democracia se puede perder muy rápidamente, como hemos visto tantas veces en nuestra historia, en esa «calle que nunca es de una sola dirección» en palabras del historiador Julián Casanova en su libro La violencia indómita.

Usted, lector de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, intuyo que no necesitaba ver a los seguidores de Trump en su asalto al Capitolio para saber que el peligro de la ultraderecha existe y es real. En un país como EEUU, en el que a la mínima la Policía te dispara e incluso te mata (especialmente si eres negro), ese 6 de enero vimos a supremacistas blancos, neonazis y conspiranoicos tomar por la fuerza uno de los símbolos del imperio. La congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez pasó miedo en el interior del Parlamento y hace unos días explicaba que los trumpistas «intentan arrebatarle la ciudadanía a cualquiera que no sean ellos. Y de eso va todo esto (…), su ansia de poder les ha alejado de la lealtad a la democracia».

Durante décadas, distintos gobiernos de Estados Unidos han armado y financiado golpes de estado por todo el mundo, especialmente en América. Pero nunca habían sufrido algo así en sus propias fronteras. Trump ha llegado al poder apoyado en discursos de odio, manipulación constante y noticias falsas, ha negado el cambio climático, bate el récord de muertes en la pandemia, ha enfrentado a la gente y, para rematar, no ha aceptado el resultado de las elecciones que perdió. ¿Les suena?

El trumpismo es una especie de Internacional de las élites que atraviesa todo el planeta, de Estados Unidos a Brasil, Polonia o Hungría. Distintas sociedades son atravesadas por diversas formaciones de ultraderecha que intentan (y a veces consiguen) capitalizar la banalización del mal hasta alcanzar gobiernos déspotas en los que se pierde la más elemental conciencia y ética humana.

Esta estrategia tiene algunas características comunes y perfectamente orquestadas. En primer lugar, se presentan como los representantes del «pueblo real», un movimiento más que un partido tradicional, una organización que lucha «contra el sistema». A pesar de que siempre sus líderes y financiadores sean poderosos y privilegiados hombres que adaptan sus discursos y propuestas para mantenerse en la cúspide, con prácticas básicamente mafiosas, lucrativas y egoístas. ¿A que les suena?

La escritora turca Ece Temelkuran, exiliada del régimen de Erdogan, en su libro Cómo perder un país nos cuenta su amarga experiencia. Para no perder un país hace falta algo más que análisis. Por supuesto que necesitamos comprender la realidad y lo que acontece, pero solo la acción, hechos certeros ante lo que sucede nos puede evitar perderlo.

Para romper esta espiral hay que ser valiente. En su Manual de instrucciones para combatir la extrema derecha, el historiador Steven Forti propone «forjar alianzas amplias con partidos y sectores de la sociedad políticamente lejanos para proteger el Estado de derecho y evitar la instauración de dictaduras iliberales, es decir, autoritarias».

La respuesta ha de ser poliédrica, en campos institucionales, políticos, sindicales, sociales, económicos y culturales. Frente a los Salvini, Bolsonaro, Le Pen, Abascal y Trump, la pureza autocomplaciente en las zonas de confort no sirve. Es imprescindible mancharse las manos, bajar al barro e interactuar con todo tipo de personas, allí donde estudias, trabajas y te relacionas. Como escribe el filósofo Daniel Innerarity, «las soluciones solo se alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones».

Hace falta dinamismo y política útil para mejorar las condiciones materiales de la mayoría de la gente, atajar desigualdades, generar esperanzas y oportunidades, aportar certezas y seguridad en un momento social, sanitario, económico y ambiental complicado. No hay que inventar la rueda: transición ecológica, mundo rural vivo, políticas de vivienda y empleos dignos, mejora de los servicios públicos y avance, sin reblar, de derechos y libertades, en una batalla cultural permanente. Las acciones valientes en gobiernos y redes vecinales nos demuestran que es posible vivir de otra forma, con solidaridad y apoyo mutuo en vez de con individualismo y codicia. Toca arremangarse, vivir en la diversidad y dedicar tiempo a construir alternativas a la ley de la selva.

Hay que reconocer que la pandemia, su dolor humano, la tensión social y las restricciones de movimientos y libertades generan un ambiente propicio a populismos de derechas y a una política sucia de mentiras y ataques brutales al adversario. Escribía hace unos días el filósofo Santiago Alba que el problema es que los búfalos, en casi todos los países del mundo, están ya dentro del Capitolio.

Escuchaba a Carlos Cano, cuando era niño La murga de los currelantes: «El mecanismo, tira palante; de la manera más bonita y popular; se acabe el paro y haya trabajo; escuela gratis, medicina y hospital; pan y alegría, nunca nos falten; que vuelvan pronto los emigrantes; haya cultura y prosperidad». En eso estamos.