Éramos nueve hermanos y somos seis. Faltan tres, que han muerto. La primera en irse fue la quinta en nacer, de nombre Salvadora . Un domingo, a eso de media tarde, le dijo a su marido: «Me acerco a la pastelería a por unas milhojas». Cayó dentro del establecimiento, tras realizar el pedido, víctima de un infarto sin límites, mientras dudaba si pagar con la tarjeta de crédito o en metálico. Esta hermana era la que venía detrás de mí, que soy el cuarto comenzando por arriba. Hacía biopsias en un laboratorio. Un día, de casualidad, le llegó un frasco con una etiqueta en la que ponía Juan José Millás . Se trataba de un pedacito de carne que me habían cortado para su estudio. Hizo el análisis con tanto cariño que salió negativo. Ella misma llamó para decírmelo. A veces se me ocurre que me engañó y que ese engaño me curó.

Después murió mi hermana mayor. Llevaba meses despidiéndose, pero no le hacíamos caso porque estábamos atentos a la vida como el que está atento al televisor: como unos tontos. Falleció durante la noche, en su cama de viuda, también del corazón. Juraría que para ella fue un descanso porque su rostro no expresaba angustia. Se llamaba Lola y llevaba toda la adolescencia en su vejez como el que lleva una bala en la recámara. Hace apenas dos meses, quizá tres, se fue Vicente , el que nació después de Lola. También pasó varias semanas despidiéndose, pero no le dijimos adiós porque expiró durante el confinamiento, en Murcia, y ninguno de los supervivientes pudimos acompañar a su viuda. La tele seguía encendida, con Fernando Simón al otro lado.

La tele sigue encendida, la vida continúa encendida. Entre la tele y la vida, ahora mismo, no hay mucha diferencia. Durante los espacios de publicidad pienso en ellos, en mis hermanos, y me pregunto quién será el próximo. Algunos domingos por la tarde voy a la pastelería, a por milhojas, a ver si pasa algo. Mientras hago cola, respetando la distancia de los dos metros con el virus, me viene a la memoria aquella biopsia lejana.

La vida. La muerte. H *Escritor