Podría decirse que una de las charlas típicas entre amigos es la definición ejemplificada de normalidad. Creo que todos tendemos a pensar que los normales somos cada uno de nosotros y que el resto, cuanto más alejados estén de cómo somos, resultarán ser menos normales, más raros. El dónde está y dónde termina la normalidad es una de las cuestiones más debatidas y comentadas. Es una incógnita que escapa de aulas y sesudos estudios para inundar diálogos y conversaciones coloquiales. Los raros siempre son los otros, nunca uno mismo. Solemos autoerigirnos en patrón y modelo de lo normal y eso, me temo, solo nos lleva a confundirnos y engañarnos. Lo que para algunos son patologías para otros entra dentro de la más absoluta naturalidad y moderación.

Es verdad que estos tiempos globalizadores conducen hacia una mayor uniformidad, tal vez, porque lo homogéneo resulta más fácil de tratar y más cómodo de encarar. Sin embargo, me parece que dejarse llevar y tentar por ese tipo de atajos no ayuda en el ámbito de las relaciones humanas a entendernos mejor. Ponerse en el lugar del otro sigue siendo un ejercicio tan difícil como necesario para enfrentarse, día a día, con el mundo al levantarnos. Es humano pensar en uno mismo como en alguien que tiene la razón, es más, defendemos aquello que pensamos que cuenta con razones para ser preservado.

Sin embargo, hemos de aprender a incorporar a nuestra forma de ver las cosas la de otros aunque no coincidan, es más, precisamente por no coincidir con la nuestra. No digo, porque no creo, que debamos seguir otras formas de vida diferentes a la elegida si lo ha sido libre y voluntariamente. Lo que digo es que resulta inteligente hacer frente a la complejidad de la vida teniendo en cuenta que nuestra perspectiva no es la única y a veces, no la mejor.

No sé si ahora se sigue manteniendo entre los más jóvenes la distinción entre personas cosmopolitas y provincianas. Es casi seguro que las redes sociales, las nuevas tecnologías y la proliferación de los viajes también han cambiado esa percepción. Lo que trato de decir es que uno no es provinciano (en el sentido no halagador del término) por no haber viajado demasiado, sino que lo es por no hacer el esfuerzo de ponerse en el sitio del otro, en el rincón desde el que vive y siente. Sí, construir el día a día desde eso que llamamos empatía como medio de incluir en la vida de todos una visión no egoísta y no monolítica del mundo. Tal vez, en el fondo haya que ver en ello no solo una cuestión de lucidez sino que también tenga algo de egoísmo.

El reputado psiquiatra Carl Jung, fundador de la psicología analítica, decía en una entrevista allá por 1955: "He tratado a muchos cientos de pacientes, y no he visto ni uno, mayor de 30 años, cuyo problema, al final, no fuese encontrar una perspectiva espiritual de la vida". Y, al hilo de ello, decía yo que hay un fondo de "necesidad vital" en eso de llevar una vida espiritual siquiera poniéndose en la situación del otro, del distinto y hasta opuesto a uno mismo porque, tengo para mí que, gracias a ello resulta más fácil el agradecimiento hacia los demás y la propia vida. Es para todos más beneficioso vivir abiertos al mundo que cerrados a él.

Profesora de Derecho. Universidad de Zaragoza