El aficionado veterano, con número de carnet bajo y años y años en las piernas de camino hacia La Romareda, ha visto un Zaragoza campeón, el de las noches mágicas con goleadas para el recuerdo, el de los títulos, el que zarandeaba a equipos poderosos como si fueran muñecos de trapo. Ha visto la gloria con sus propios ojos. La ha disfrutado, la ha saboreado, la guarda en la memoria. En ese fabulosa mezcolanza social y de generaciones que se produce al calor emocional del fútbol, en el estadio ha ido creciendo en los últimos años una nueva estirpe de zaragocistas jóvenes, niños, adolescentes y recién veinteañeros, a los que la vida hasta ahora solo les ha permitido ver un Zaragoza deprimido y melancólico, lejos de aquel de siempre, tan grande y exitoso.

Hoy, a los unos y los otros, al seguidor de décadas y al que está empezando a disfrutar de esta pasión casi centenaria, más habituada a celebrar victorias que a lamentar derrotas, les une un entusiasmo común, una ilusión enorme y compartida. Esto es lo que ha conseguido un escuadrón de futbolistas con el capitán Zapater al mando: volver a despertar el sentimiento zaragocista de siempre con la potencia extraordinaria de los mejores días. La ciudad palpita estas semanas alrededor de su club de fútbol. Con ese fervor tan pagano pero tan religioso, esta tarde todos caminarán juntos hacia el campo dispuestos a poner su aliento al servicio de este sueño de ilusiones colectivas. Todos unidos. La vieja y la nueva Romareda.