Érase una vez un reino donde la gente vivía muy feliz. Las mujeres y los hombres tenían trabajo, los niños correteaban alegremente por las calles… Pero un mal día apareció un terrible virus y sembró en el reino la muerte y la destrucción. No se sabe muy bien de dónde había salido ese virus tan malo. Algunos decían que de un murciélago, otros que de un pangolín… A mí, plin. El caso es que se transmitía y se contagiaba con mucha facilidad, así que se decidió, por orden real, que lo mejor que se podía hacer era aislarse, confinarse, para así burlar al virus. Todos los habitantes se refugiaron en sus cabañas, en sus casas, en sus palacios, en sus castillos… El viejo dragón del reino, muy querido por todos, se refugió en su cueva, y allí se quedó. Decían que el virus era especialmente virulento con los más mayores, y el dragón tenía más de doscientos años, así que no le quedó otra que encerrarse en su guarida. Allí tenía muchas reservas de comida, varias princesas, un montón de papel higiénico… No le faltaba de nada, vamos. Salía volando solamente para lo imprescindible: sacar la basura, estirar un poco las alas… El caso es que nadie le podía visitar, por su propio bien. No había que olvidar que muchos estaban cayendo: nobles, campesinos, médicos… Había que protegerlo. El dragón era el ser más viejo y más sabio de todo el reino (y el más verde). Era casi un símbolo, como si formara parte del escudo del reino o del alma de la gente. Que no se extinguiera su sabiduría, su fortaleza, era algo que todo el mundo anhelaba. Y se luchó duramente, con mascarillas y guantes. Y se consiguió: un buen día el virus se acabó por fin y el dragón y otros ancianos siguieron viviendo muchos años. Para así, entre otras cosas, poder contar cuentos como éste.