Se me metió en la cabeza conocer el África profunda. No ese lugar donde los safaris llenan de turistas fotografiadores sabanas, pantanos y ríos (ahí ya estuve), sino el continente que se extiende donde no han llegado los guiris, los frigoríficos y los hoteles de cinco estrellas. He vuelto de la experiencia bastante machacado de cuerpo y mente. Porque aquel es un lugar muy duro, pobre, amenazador, injusto y terrible. Es cierto que los pozos de agua y las potabilizadoras instaladas por las ONGs, unidas a los antidiarréicos infantiles que reparten Unicef y otras entidades han permitido inauditas explosiones demográficas. Al sur del Sahara, la enfermedad, el hambre y la guerra están siendo superadas (aunque sigan ahí) por un baby boom imparable. El vientre de las mujeres (valientes y magníficas mujeres) puede con todo. Sida y paludismo incluidos.

Pero la elevada tasa de nacimientos desborda los límites de la economía de subsistencia. Mientras, las inmensas riquezas africanas siguen siendo extraídas por el hombre blanco o, ahora, por el hombre chino. Los nuevos colonialistas llegan para sobornar a las élites. Traen las armas y las municiones. Atizan el caos... Y se quedan con todo aquello que tiene valor. Lo que está pasando en Sudán del Sur, en la República del Congo (antiguo Congo Belga) o en el Sahel llena de horror a cualquiera.

Entonces, millones de africanos de todo género y edad intentan huir de un destino atroz. No tienen nada que perder. Una habitación en un piso patera de Zaragoza es mucho mejor que las elementales cabañas donde malviven. Para venir hasta aquí se juegan la vida cruzando el desierto y el mar, se humillan, se prostituyen, invierten en la odisea los ahorros de toda la familia; mueren de sed y agotamiento, ahogados, tiroteados, enfermos... Convendría que quienes juzgan su llegada con displicencia, dureza e incluso odio conocieran directamente la situación en África, el África profunda. Muy desalmados y canallas habrían de ser para no sentirse concernidos por tan inmensa tragedia.