Dicen los físicos que el tiempo no es más que una convención. Tal vez por eso la memoria provoca la ilusión de que la ilusión del tiempo es un fenómeno próximo a la magia. El pasado y sus versiones son una auténtica mina para la literatura, pero el tiempo y la memoria presentan su cara más vulgar cuando la memoria colectiva falla, y no precisamente de un modo bellamente transformador, como ocurre en el territorio de la literatura.

La memoria social fracasa cuando valiosa información que no debería caer en el olvido se pierde en el interesado caos de la actualidad. Echar mano de la maldita hemeroteca es un ejercicio de tenacidad que está fuera del alcance de la mayoría. Casi nadie dispone ya del tiempo necesario para informarse con la diligencia necesaria que le permitiría sostener opiniones críticas, fundadas en hechos objetivos. La dificultad es de tal magnitud que nos vemos obligados a renunciar a nuestro propio criterio y tendemos a «comprar» paquetes de información ya procesada. La posverdad, como sistema de certezas basado más en los sentimientos y creencias que en la realidad objetiva, triunfa donde el rigor de la información se hace imposible.

Este nefasto panorama es terreno abonado para que buena parte de los postulados de Maquiavelo se actualicen, quinientos años después de su formulación. Lo inaceptable no es ya que para alcanzar determinados objetivos de poder, sea inevitable o ineludible pagar ciertos peajes en forma de acciones poco éticas, nada honorables o hasta delictivas; lo escandaloso es que, tanto en la vida interna de los partidos políticos, como en la contienda abierta de los parlamentos, el modus operandi admitido dicte que para alcanzar el poder de un modo rápido y efectivo, las acciones exitosas sean precisamente las más apartadas de la virtud.

De hecho, la sola mención de la palabra virtud constituye un elemento extraño en el mundo de la política, donde el carácter público de la actividad de sus sujetos y de la finalidad de su objeto debería justificar por sí solo la omnipresencia de la integridad, la honradez o la dignidad. Muy al contrario, hablar de virtud en política provoca hilaridad, cuando no burla o escarnio.

La corrección política, que todo lo cura, impide que esté bien visto apelar a Maquiavelo como modelo, pero algunas de sus ideas siguen siendo tendencia en la vanguardia transversal del pensamiento político. Maquiavelo afirmaba sin vergüenza alguna y sin ambages que «el poder no puede alcanzarse ni mantenerse desde la bondad», que «le es preciso al gobernante aprender a no ser bueno», que «no debe el príncipe preocuparse de ser cruel si ello le resulta efectivo» y que «además de por virtud y por fortuna, puede obtenerse el poder por medio de crímenes».

El Príncipe, de Maquiavelo, es un breve pero completo manual de instrucciones para alcanzar y conservar el poder. Sus preceptos no están exentos de bienintencionados matices, de salvedades y de migajas de virtud, pero en definitiva la convicción ideológica que sostiene es que hacer política no tiene por objeto servir a la comunidad o perseguir el bien común, sino alcanzar, mantener y acrecentar el poder. Que ese poder pueda ser después utilizado en beneficio de la sociedad es algo totalmente secundario y casi carente de importancia.

Tanto en la distópica América de Donald Trump, como en las parodias de regeneración democrática que en España compiten por exhibir todas las fuerzas políticas, los consejos dados por Maquiavelo hace cinco siglos, conservan toda su vigencia y siguen convenciendo no sólo a quienes los siguen a pies juntillas, sino también a sus pobres súbditos, ahora llamados ciudadanos, que les jalean y votan, creyéndose beneficiarios de algo más que las sobras, caídas por descuido de la abundante mesa de los poderosos.

Las distorsiones que el paso del tiempo provoca se convierten en aliadas del príncipe: una vez alcanzado el poder a cualquier precio, quien lo ostenta puede incluso utilizarlo, al menos parcialmente, para beneficiar a su pueblo, y esa buena gestión del poder ilegítimamente conquistado hace olvidar de facto el modo en que se alcanzó. Pero incluso cuando ese benéfico efecto secundario no se produce, el tiempo consolida la infamia y es el factor decisivo para el triunfo del silencio, de la ocultación, de la ignorancia, de la mentira y de la injusticia.

España es un buen ejemplo del magnífico estado de salud de que goza El Príncipe. Sólo una pequeña parte de los votantes parece dispuesta a castigar a la corrupción en las urnas. Damos la razón a Maquiavelo y premiamos a quien nos convence de que ha obrado conforme a esa particular ética del poder que incluye entre sus perversidades la de actuar sistemáticamente de forma inmoral, con la sola y falaz justificación de que tal proceder es el idóneo para garantizar una estabilidad necesaria para el progreso y el bienestar de todos nosotros, pobres desgraciados de a pie que nunca alcanzaremos a comprender la complejidad de los asuntos de Estado.

*Escritor