He pasado la Semana Santa en Barcelona, en teoría escribiendo mi próxima novela y en la práctica viendo sin parar la serie Vikingos (esperemos que mi agente no lea esta columna). Lo que ocurre con las series de las que uno se puede zampar cincuenta capítulos seguidos en una semana es que durante unos días vives totalmente inmerso en un mundo ajeno, y los disgustos, conflictos y vicisitudes de los personajes acaban resultando tan importantes y muchos más interesantes que los de nuestros vecinos, por ejemplo. Al mismo tiempo y de una forma casi involuntaria, empezamos a considerar nuestra propia vida (y conflictos y vicisitudes) bajo el prisma, en este caso, de unos vikingos salvajes de la Edad Media.

Después, claro, puede resultar algo difícil regresar al mundo real. Desde hace un par de días, tengo unas ganas irresistibles de trenzarme el pelo como una guerrera y de tatuarme unas runas vikingas en el muslo izquierdo. Además, en cuanto surge el menor contratiempo, lo que me apetece es cortarle la cabeza o hacerle cosas terribles al culpable, ya sea la cajera lenta como una tortuga del supermercado o la amiga que llega diez minutos tarde (¡diez!) a una cita.

Vikingos transcurre en un mundo pavoroso y excitante donde todos son guapísimos, donde todos follan (y luchan) como leones, donde nadie llega a viejo (porque les asesinan mucho antes) y donde nadie sabe leer ni escribir. Eso sí, los guionistas de la serie se esfuerzan en hacer hincapié en la importante tradición oral de los vikingos aunque, según mi humilde opinión, cuando uno de los protagonistas se pone a contar una historia, la trama decae muchísimo. La tradición oral, las historias transmitidas de boca a oreja, desaparecieron por algo.

Es uno de los milagros de la palabra escrita. ¿Por qué lo que nos mata de aburrimiento si nos lo cuentan de palabra, nos atrapa a veces de forma irresistible, visceral y absoluta, si está escrito en un papel, si requiere el esfuerzo de ser leído, mucho mayor al de escuchar sin más? Hay un encantamiento en la obra escrita, desde la Biblia hasta Svetlana Alexiévich pasando por Proust imposible de ser reproducido oralmente. Ese embrujo extraño, arrebatador e inexplicable es lo que garantiza la supervivencia de la literatura.

Ahora me han entrado unas ganas terribles de comprar un escudo y una piel de oso para decorar mi casa. Voy a ver si los encuentro por internet. Después, sin más demora, me pondré a escribir la novela.

*Escritora