Una sociedad empieza a hacer aguas cuando sus integrantes no son capaces de ponerse de acuerdo sobre el significado de los conceptos y de las palabras. Imaginen qué ocurriría si cada vez que vamos a comprar el pan tuviésemos una animada discusión con el panadero sobre el significado de la palabra pan y tuviésemos que llegar, tras ella, a un consenso sobre lo que es el pan. Todos estamos de acuerdo en qué es el pan, y hemos convenido en dejar las discusiones sobre sus particularidades para los congresos de panaderos.

Un país empieza a derrumbarse bajo su ignorancia, cuando sus ciudadanos no son capaces de explicarse con claridad cuáles son las normas básicas que regulan su convivencia. Para no sucumbir al engaño y a la manipulación de quienes están interesados en confundirnos, todos los ciudadanos deberíamos tener claro que España es un Estado Democrático de Derecho, lo que significa de forma muy resumida que todos los ciudadanos y todos los poderes públicos están sometidos al imperio del ordenamiento jurídico, encabezado por una ley suprema, que es la Constitución.

La mayor expresión de la democracia no es el voto, como pretenden los demagogos y manipuladores, sino la ley. La ley es producto del voto de la mayoría, la ley es el compromiso que aceptamos todos aunque no nos guste, aunque hayamos votado en su contra. Las leyes son las reglas de juego de una sociedad democrática. La fuerza utilizada para hacer cumplir las leyes no es violencia si se aplica con proporcionalidad, es pura y simplemente la fuerza de la ley y todos la comprendemos cuando nos ponen una multa de tráfico o cuando vemos a la policía detener a un delincuente (a veces por la fuerza), para que un juez determine si es o no culpable y si debe ser o no castigado.

En una sociedad democrática, cuando unos poderes públicos se plantean seriamente la posibilidad de desobedecer la ley vigente o de sustituirla por otra siguiendo procedimientos irregulares o ilegales, lo que hacen es subvertir los términos del contrato, para ponernos bajo la ley de la fuerza (se hace lo que dice el más fuerte o el que más grita o el que es capaz de sacar más gente a la calle). Esa forma de proceder no es ni legítima ni legal y ejerce la mayor violencia que se puede infligir a la democracia, porque su objetivo es imponer lo que desean unos (pocos o muchos, no importa) sobre lo que hemos decidido entre todos.

En 1962, en su famoso discurso en la Universidad de Mississipi, el presidente de los EEUU, John Fitzgerald Kennedy pronunció estas contundentes palabras, que no han perdido ni perderán su vigencia en cualquier Estado Democrático de Derecho: «Cualquiera es libre de estar en desacuerdo con la ley pero no de desobedecerla. Nadie, por muy importante que sea, ninguna multitud por muy rebelde y tumultuosa que sea, tiene derecho a desafiar a los tribunales de justicia. Si se llegara a un punto en el que cualquier persona o grupo de personas, mediante la fuerza o la amenaza, pudieran desafiar el mandato de los tribunales o de la constitución; ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos».

Recuerdo la frase con la que acabé mi último artículo en este periódico: «Si usted está dispuesto a morir por sus ideas, yo no estoy dispuesto a matarle por las contrarias». Es una frase de paz, de concordia, de no violencia. Es una frase que disuelve el conflicto, que lo imposibilita, que lo hace inviable, porque al menos una de las partes en litigio entiende que la imposición de una de las posturas por la fuerza y no por la ley, nos aboca al desastre de la guerra. La fuerza de la ley, si se aplica con proporcionalidad no debe nunca identificarse con la violencia; es una fuerza legítima que busca proteger el interés general. Por el contrario, la pasividad de quien debe aplicar en un momento determinado la fuerza de la ley, es un atentado pasivo contra nuestros derechos, que hace que la fuerza de unos triunfe sobre la ley de todos.

Es martes, tres de octubre. Llevo dos días tratando de escribir algo que tenga sentido sobre lo que ocurrió el domingo en Cataluña. Es ahora, cuando termino de hilvanar estos argumentos, tan obvios como el humilde pan, cuando me doy cuenta de que cualquier argumento es inútil frente a la manipulación de la verdad, la demagogia, la ignorancia y el fanatismo.

*Escritor