Uno de los acuerdos más llamativos del último Consejo de Ministros ha sido el anuncio de una futura ley contra la violencia infantil, un texto que el Ejecutivo se compromete a presentar en el Congreso dentro de un año. Por primera vez, la protección del menor se presenta como una prioridad política, con el objetivo -según la ministra de Sanidad, Carmen Montón- de «respetar la dignidad e igualdad de los niños y garantizar el desarrollo de su personalidad en un entorno libre de violencia». Este es un asunto sobre el que los distintos gobiernos anteriores han pasado de puntillas y al que se han intentado aplicar soluciones aisladas, en función de la repercusión social de los casos, y sin la previsión de un plan o una legislación global que, como ocurre ahora, actúe en defensa de los más vulnerables, que en la gran mayoría de ocasiones se encuentran en una franja de pobreza recurrente -la llamada pobreza «anclada», la que se mide en función de los indicadores a lo largo de un periodo de tiempo-. Desde el 2008, esta situación se ha agravado notablemente en España, de tal manera que en la actualidad se calcula que un tercio de la población infantil se halla en este estadio, siendo nuestro país el tercero de la UE con una tasa más elevada de riesgo de pobreza.

Hace unos meses fue nombrada la primera alta comisionada para la Pobreza Infantil, un paso adelante en la toma de conciencia de un problema social que afecta, por descontado, a las víctimas de una situación crónica, agravada por la crisis económica, pero que también se convierte en un problema de Estado. La exclusión, el desamparo, la falta de políticas sociales efectivas (un 0,7% del PIB en relación al 1,7% como media de la UE), las nulas perspectivas de futuro, la desigualdad en sanidad, vivienda y educación, son lacras reales donde, además, se ceba la violencia contra los más indefensos. Por eso conviene señalar la conveniencia de acciones contundentes como las planteadas por el Gobierno: mejoras en la protección, un registro unificado de víctimas, inhabilitaciones efectivas, una mayor profesionalidad en la justicia, medidas preventivas y, sobre todo, la voluntad de afrontar el asunto de manera coordinada, global y radical para establecer los parámetros de una sociedad más justa. Un cambio que debe llegar conjunta y necesariamente con una adecuada dotación presupuestaria.