Cada vez que se produce una catástrofe sale un imbécil a decir que es un castigo por nuestros pecados. Como recordaba Fernando Savater, Voltaire discutió esa interpretación cuando se produjo el terremoto de Lisboa en 1755. En otras épocas se decía que la sodomía causaba los terremotos, aunque Christopher Hitchens recordaba cómo seguía en pie San Francisco (que en 1906 sufrió un temblor, cuando era más heterosexual); resultaba desconcertante que el huracán 'Katrina' no afectara al French Quarter. También Manuel Pacheco ha escrito contra esta interpretación moralizante.

Ahora esas explicaciones religiosas suelen limitarse a lo folclórico. Las consideramos ejemplos de irracionalidad. Pero el mecanismo psicológico persiste, y se convierten en material aceptable si la superstición cambia de aspecto. Así, leemos que la pandemia es una consecuencia del neoliberalismo (que tiene un significado tan impreciso como peyorativo), y una llamada de atención sobre nuestra forma de vida.

En realidad, el virus no tiene nada que decirnos, ningún mensaje que darnos. Eso no significa que no podamos o debamos aprender todo lo que podamos de él y de la pandemia. Así estaremos más preparados desde el punto de vista sanitario y económico para algo similar. Es posible que nos lleve a cambiar algunas cosas, a valorar más o menos ciertas cuestiones, a modificar algunas costumbres. Son decisiones nuestras y tienen que ver con lo que nos hace humanos: la conciencia de que nuestra existencia es finita.

La pandemia, según he leído estos días, denuncia nuestras relaciones superficiales, la explotación del hombre por el hombre, la falta de afecto, que pasemos poco tiempo con nuestros hijos, teorías económicas de libre mercado, y el apoyo estatal al fútbol y al cine. Es, dicen otros, la venganza de la naturaleza contra nuestras agresiones. Es un batiburrillo de chatarra 'new age', postureo anticapitalista y animismo de Wallapop. Resulta llamativo que la interpretación de la catástrofe como condena moral adopte el lenguaje de la piedad o --como se prefiere decir ahora-- de la empatía. Esos defensores del amor universal y propagandistas de una inconcreta bondad cósmica, críticos de la deshumanización y nuestra vida desalmada, no solo generan explicaciones que son mera superchería, sino que consideran que los muertos son básicamente peso en su balanza argumentativa: creen que la gente sufre para que los demás corrijamos nuestra vida en la dirección que a ellos les gusta, y que hay algo en su armónico karma que justifica utilizar la desgracia para promocionar sus sandeces. @gascondaniel