Soy optimista sobre Europa, y más concretamente sobre la unión económica y monetaria (UEM) europea, el área del euro. No me refiero al corto plazo, que parece que no pinta mal: el crecimiento se recupera, el paro ha detenido su crecimiento, los capitales vuelven a Europa y a España, el euro sigue bien- Me refiero al futuro del proyecto que se empezó a cocinar en los años 50, y que incluye, por ahora, una gran área económica común, con libertad de movimiento de mercancías, servicios, capitales y personas, más un área monetaria única, con su moneda, su Banco Central, su política monetaria común-

Y SUS PROBLEMAS, que no faltan. Cuando se lanzó el euro abundaron las declaraciones pesimistas, que se repitieron durante la crisis financiera reciente y que aún siguen anunciando la inminente quiebra del proyecto europeo: no del comercial, que ese no funciona mal, sino del monetario y financiero. Claro que al lado de esas lamentaciones se oyeron también voces más equilibradas: es verdad que la Europa del euro no cumple las condiciones teóricas de Estados Unidos, pero no hay por qué tener un solo modelo de unidad económica con moneda única. Y, sobre todo, decían, ya aprenderán.

Y estamos aprendiendo. Muy despacio, demasiado despacio, con un continuo choque con los intereses nacionales. Alemania es la bestia negra, al menos para los periféricos, porque no hace caso de nuestras peticiones. Pero me gustaría saber qué diríamos nosotros si nos pidiesen que perdonásemos las deudas de otros países con nosotros y modelásemos nuestra política económica al gusto de los deudores.

Volvamos a la mesa de dibujo, al diseño de la zona euro. Las claves eran tres: apertura de cada país con sus vecinos, flexibilidad de sus estructuras internas y convergencia o, al menos, no divergencia permanente y creciente. No cumplíamos esos requisitos, pero las promesas del euro eran tan grandes que aceptamos el riesgo de meternos en la aventura. Y todo salió bastante bien durante los primeros años; demasiado bien, si tenemos en cuenta que nos metimos en una formidable burbuja, con un exceso de deuda y un mercado de trabajo nada funcional.

Entonces llegó la crisis y, claro, los problemas se agudizaron. Déficit público creciente y exceso de endeudamiento nos quitaron una parte de la flexibilidad que hacía falta para el éxito del proyecto. La crisis financiera, que se convirtió en una crisis bancaria primero y de la deuda soberana después, frenó la existencia de un área financiera única y rompió la convergencia. Y el déficit exterior redujo nuestra apertura.

Bien, ¿y dónde está entonces mi optimismo? En que conocemos la naturaleza de nuestros problemas y estamos dispuestos a ponerles remedio. El euro no tiene marcha atrás, porque sus consecuencias serían demasiado graves para todos. Bueno, en los asuntos humanos todo tiene marcha atrás; estoy leyendo estos días un libro sobre el estallido de la primera guerra mundial, y lo que más llama la atención es la incapacidad de los gobernantes, de los militares y de los ciudadanos para darse cuenta de lo que les podría caer encima. Pero una crisis como la del euro no es como una guerra: leí hace tiempo que, al disparo del primer cañón, las razones para la guerra cambian. O sea, parar una guerra es muy difícil, mientras que tomar medidas de política económica debe ser más fácil.

NO ES TANTO un problema de dónde debería llevarnos la unión económica y monetaria como de la velocidad con la que estamos dispuestos a avanzar por ese camino. Los recientes avances en la unión bancaria son positivos, aunque incompletos; se dio un primer paso en la unión fiscal, pero queda todavía mucho que hacer. Lo que es más importante es que se han puesto sobre la mesa todas las dimensiones de la crisis: el salvamento de los bancos primero y la resolución de las crisis bancarias después (en España tenemos experiencia de esto), las medidas de reforma que han tomado los gobiernos para mejorar la flexibilidad de sus economías (otra vez podemos invocar al ejemplo español), las devaluaciones internas que han permitido una mejora de la competitividad exterior y, por tanto, una mayor apertura (que se lo pregunten a nuestros exportadores), la necesaria austeridad para volver a unas cuentas públicas sostenibles...

La verdad es que en las estructuras de gobierno de la zona euro han ocurrido cambios importantes: no me imagino, por ejemplo, al Banco Central Europeo actuando hace 10 años como lo hace ahora. Si no pasa algo muy gordo (que puede pasar, claro), me parece que podemos confiar en el futuro de Europa.

Profesor del IESE.