Aunque el maldito virus parece ocupar todo nuestro espacio público, es posible que, cuando las aguas vuelvan a su cauce tengamos que preocuparnos de otros temas. Y parece instalarse en la opinión pública un debate acerca de los Pactos de la Moncloa. Incluso hay quien quisiera ir más allá, a un gran consenso, palabra maravillosa.

Creo que esta carga positiva le viene al consenso de nuestra transición, siendo algo así como un mito. Y, como en todos, hay más de idealización que de realidad.

Está extendida la idea de que la transición, en general, y, sobre todo, la Constitución, se construyeron sobre el consenso. Y no es verdad.

Cuando el 20 de noviembre de 1975 falleció Franco, en una cama de hospital, la Jefatura del Estado la ocupó don Juan Carlos, siguiendo las disposiciones aplicables de las leyes fundamentales del Reino, sin consenso alguno. Carlos Arias Navarro, siguió siendo presidente del Gobierno porque, según él, lo había nombrado Franco y los seis años que marcaba la ley no habían terminado. El relevo de este por Adolfo Suárez lo decidió el rey, sin consenso alguno, tras una habilísima jugada en el Consejo del Reino dirigida por el maquiavélico Torcuato Fernández-Miranda. La elaboración y aprobación de la ley para la Reforma Política se hizo siguiendo la normativa franquista aplicable al caso, con votaciones en el Consejo Nacional del Movimiento y en las Cortes, aún franquistas. Tras las elecciones del 15 de junio de 1977 se constituyó la Comisión Constitucional con un total de 36 miembros y en proporción al número de diputados de cada grupo (17 UCD, 13 PSOE, 2 AP, 2 PCE, 1 nacionalistas y 1 Grupo Mixto). De aquí nacería la ponencia conocida como «los padres de la Constitución», con 7 miembros (3 UCD y uno para PSOE, PCE, AP y nacionalistas). En ningún caso se buscó el consenso, fueron las mayorías quienes decidieron. Después, en el Parador de Gredos, estos siete diputados discutieron todo el articulado, sus acuerdos fueron adoptados por votación, dejando cada cual las objeciones pertinentes para futuras tramitaciones. La Comisión Constitucional, órgano decisivo en la redacción final, aprobó todos los artículos por mayoría y serían dos diputados, uno de UCD y otro del PSOE, Abril Martorell y Guerra, con nocturnidad, quienes cerraron la redacción de los preceptos más espinosos. En la votación final del pleno del Congreso volvieron a ser las mayorías quienes decidieron. Y lo mismo ocurrió en todos los pasos dados en el Senado. Como el texto aprobado en las dos Cámaras era distinto, se tuvo que reunir la Comisión Mixta, donde fue la mayoría, otra vez, la que terminó decidiendo.

¿Por qué hablamos, entonces, de consenso? Porque hubo voluntad de acuerdo. No se aplicó el rodillo de antemano, se discutió todo, incluso en sesiones maratonianas, tratando de redactar textos que fuesen apoyados por el mayor número posible. Pero, al final, siempre se terminó votando y lo que decidía la mayoría era lo que quedaba aprobado. Insisto en la idea fundamental: había voluntad de acuerdo.

Los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977, surgieron de una persona: Enrique Fuentes Quintana, alguien indiscutido en aquellos momentos en el sector económico. Veníamos de unos años terribles, con inflaciones del 17% y, puntualmente, hasta del 23. Y había que frenar aquello. Lo que nació en la economía lo convirtió Adolfo Suárez en un pacto más amplio. Pero si Suárez aprovechó la ocasión (era el presidente y estos acuerdos siempre benefician al gobierno), no olvidemos a Santiago Carrillo (muy tocado tras el fiasco del 15-J) que hizo de hombre de Estado. Y a Felipe González (muy crecido tras el 15-J) que supo subirse al carro. Solo Manuel Fraga desentonó ya que firmó el acuerdo económico pero no el político. No olvidemos a los sindicatos, recientemente legalizados, que, finalmente, se sumaron también.

El consenso, como acuerdo de todos, es deseable, claro que sí. Y si se logra, la mayoría de la ciudadanía lo aplaudirá. Pero lo que no podemos aceptar es que exijamos esa unanimidad y la razón es bien sencilla: los grupos minoritarios tienen, en ese caso, todo el poder en sus manos. Sin el apoyo de uno o dos parlamentarios o concejales, se echa abajo el posible acuerdo consensuado de toda una Cámara o ayuntamiento (como ha sucedido recientemente, el 8-M, con Vox).

Conclusión: sí al consenso, cuando se consigue. No a la exigencia de unanimidad. Apliquemos las reglas democráticas y hagamos del recuento mayoritario el único exigible. Y antes de votar, que intenten llegar a un acuerdo, con el mayor número de apoyos posibles, claro que sí, pero sin darle a grupos minoritarios el gran poder de aparecer ante los suyos como los chulitos capaces de arruinar los anhelos de consenso de ciudadanos de buena voluntad. Las grandes expectativas vienen cargadas de toneladas de decepción.

*Militar. Profesor universitario. Escritor