La inmensa cantidad de pisos vacíos, cuyos propietarios se niegan a ofrecer en alquiler, exige una reflexión. A nadie le satisface despreciar sus activos: ¿por qué, entonces, renunciar a la oportunidad de unos ingresos, para afrontar sin contrapartida los cuantiosos gastos de mantenimiento de una propiedad? Sencillamente, porque arrendar una vivienda constituye una aventura de incierto desenlace, sin garantía de cobro y con la posibilidad de recibir, tras un arduo y dilatado proceso judicial, un piso destrozado.

En el otro lado de la balanza, los desazonados aspirantes al inquilinato, se obligan a destinar una fracción sustancial de su presupuesto al pago de un techo... cuando lo encuentran. El derecho a una vivienda digna es primordial y exige las medidas y el proteccionismo necesario para asegurar el acceso generalizado a un hogar; sin embargo, el coste de esta política solidaria no debe recaer sobre unos pocos, sino sobre toda la sociedad en general. Tanto más, cuando numerosos propietarios no son sino personas mayores que canalizaron el ahorro de toda su vida hacia una inversión tan inerte como desafortunada.

*Escritora