No soy un fanático de Juego de Tronos. Me gustan algunas batallas, filmadas con una precisión y un ritmo ensordecedores, y determinadas escenas, aunque nunca sé distinguir de qué reino hablan o a qué facción apoyan. De vez en cuando, sin embargo, la serie tiene momentos shakespearianos, diálogos que deslumbran en medio del vaho putrefacto de los dragones y de las historias de incestos y crueldades. Una noche, frente al televisor, me topé con una de estas joyas.

Dos hombres caminan a través de un país helado, inhóspito, a punto de enfrentarse a una fuerza maligna contra la que poco pueden hacer. A pesar de la rudeza del terreno y la inquietud del futuro, viven un momento de relativa paz, al menos meteorológica, entre dos tormentas de nieve. Uno dice al otro: «No lucho para que un hombre o una mujer que no conozco se siente en un trono de hierro. Lucho por la vida». El otro lo mira y sigue caminando. El primero sigue: «La muerte es el enemigo. El primero y el último». El segundo interviene: «Pero bueno, todos morimos, ¿no?». El hombre que hablaba añade: «El enemigo siempre vencerá, pero debemos combatirlo. Es todo lo que sé. Debemos defender a aquellos que no pueden defenderse. Quizá no necesitamos entender nada más, tal vez con eso basta». Ya lo he dicho. No soy un fanático de Juego de Tronos, pero de vez en cuando tiene momentos de una nitidez fenomenal, de raíces clásicas. Lo decía Séneca: «El peor de los males es salir del grupo de los vivientes antes de morir».

*Periodista