Da la sensación de que todo lo que no concierna al coronavirus ve depreciado su valor como noticia o novedad. Aquí en Francia, donde estoy, la situación no es muy diferente a la de España, esa es al menos mi impresión a juzgar por lo que leo en los periódicos. En este país los informativos dedican buena parte de su tiempo a comunicar al minuto la situación, pero también a debatir sobre la idoneidad y acierto de las medidas decretadas por el Gobierno para luchar contra la propagación del virus.

Según me dicen algunos profesores de la Universidad a la que he venido a investigar, la vida social se ha contraído a cuenta de la alarma social propagada. Mi madre, alertada, desde España me pregunta ¿cómo lo llevan los franceses?, ¿qué va a pasar? Casualmente hoy mismo una señora en el supermercado se ha dirigido a mí para hacerme la misma cuestión y después, sin esperar respuesta, decirme que estaba haciendo acopio de productos por lo que pudiera pasar… «No se inquiete», le he dicho. «Es más fácil para ti decirlo, tú eres joven», ha replicado. No he podido evitar una sonrisa. Me ha hecho pensar hasta qué punto de nuestra mirada y perspectiva depende todo… y si no es todo, casi todo.

Dónde empieza una etapa de la vida y dónde otra es algo que, como casi todo cuanto nos acontece en esta época de cambios vertiginosos, también está en permanente revisión. Así, por lo que observo la infancia se ha convertido en un periodo bastante más breve de la vida de lo que era antes, «en mis tiempos», una fase acosada más que acortada por una preadolescencia que no es sino el fugaz aldabonazo de la larga y compleja adolescencia.

Pero curiosa, y no sé si paradójica o lógicamente, se emplea cada vez más a menudo el término infantilización para hacer referencia a lo tardío de la madurez, aplazada cuando no exiliada de la vida de quienes tratan con mayor o menor fortuna de posponer la etapa en que las responsabilidades ya no nos abandonarán. Tal vez el problema radique precisamente en ello, en el hecho de que reducir, encoger la infancia, impidiendo un paulatino encuentro con los cambios físicos y emocionales, no hace sino dilatar el periodo de su superación hasta bien entrada la adolescencia.

Supongo que entre las múltiples causas de tal acortamiento destaca la acción de la publicidad ofreciendo a través del acceso y consumo de ciertos bienes y servicios un mundo «pleno» de «libertad» y «felicidad», un mundo y un proceso del que no resulta nada fácil sustraerse ni a hijos ni a padres. Pero digo supongo porque en realidad no lo sé, según pasa el tiempo más convencida estoy de que apenas sé nada, que las certezas disminuyen conforme pasan los días aunque, eso sí, afortunadamente algunas, las importantes, se hacen más fuertes y sólidas y supongo también que gracias a eso no nos convertimos en náufragos de nuestras propias vidas, pero me temo que otra vez me veo obligada a suponer pues ni eso sé. Quizás yo, como todos, hayamos aprendido, pasando etapas, sin apenas darnos cuenta, a vivir sin saber.

*Profesora de Derecho de la Universidad de Zaragoza