En las sociedades occidentales, opulentas, la fragmentación social y el individualismo es la tónica de una sociedad más libre. Liberados de obscurantismos religiosos diversos y disfrutando, aun en las crisis, de unas condiciones de vida alejadas de escaseces y penurias desde hace muchos años, nos alejábamos de proyectos que tuvieran objetivos comunes como colectividad. Individuos separados y grupos cada vez más marcados y diferenciados. Nada de proyecto común. A pesar de las crisis y las quejas, especialmente en la barra del bar, el mundo tiraba hacia adelante.

El ámbito grupal, en ocasiones, se asienta sobre el individualismo extremo, aunque parezca un contrasentido. El comportamiento social mayoritario aparece como opresor, poco realizador de un proyecto (sin-proyecto) personal, poco «moderno». La identidad grupal, más allá de iniciales situaciones de discriminación y necesidades de visibilidad y protección, se ha convertido en signo diferenciador y limitador de acciones y proyectos colectivos. Es un rechazo a lo común y la búsqueda de una identidad diferenciadora lo que prevalece.

La crisis del coronavirus pone en cuarentena, y nunca mejor dicho, esa visión de la vida y de las relaciones humanas. La pandemia refleja, negro sobre blanco, la debilidad del individuo. Si se dice que la muerte es el único acto que nos hace iguales, la pandemia nos ha hecho iguales. Todos estamos sometidos: los habitantes de los países pobres y los de los ricos que nos creíamos al margen de estos problemas, del hambre y otras calamidades; ricos y pobres; débiles y poderosos. Todos expuestos y aunque algunos puedan tener un trato mejor (los más ricos), todos están sometidos a un elevado nivel de riesgo. Por un momento, veremos hasta cuando, la pandemia nos sitúa frente a un problema verdaderamente importante.

La pandemia rompe fronteras y barreras que determinados grupos y colectivos creaban con un fin discriminador, selectivo, con rasgos de superioridad y privilegios. Los pobres no ponen fronteras. Son los que tienen algo, o creen tener algo, los que las ponen y no quieren compartir. La pandemia anula esos toques falsamente distintivos y nos iguala a todos. Y afortunadamente, en este siglo XXI ya no oímos que esto es producto de nuestros pecados. Conocí un chamán en la selva ecuatoriana que relataba las virtudes curativas e insustituibles de los remedios naturales. Se le escapó en un momento que cuando tuvo una determinada dolencia, tuvo que ir a una farmacia porque los remedios naturales no le servían. Incluso nuestro Papa se ha hecho humano. Si, digo humano: ha clamado contra los defraudadores de impuestos que reducen los recursos para atender la salud. Esto lleva a que nos veamos más iguales. Iguales y terrenales.

La pandemia ha sacudido la conciencia de la sociedad, ha globalizado la percepción de la debilidad humana y nos ha sometido a la amenaza existencial. Ante esto, la sociedad ha sacado su fortaleza: la solidaridad que se observa de forma masiva nos ha hecho, nos hace, más humanos y más fuertes. Incluso entre esos sectores juveniles, hijos de la sociedad opulenta, que apenas piensan en lo común. Me cuenta una joven profesora interina de instituto que está gratamente sorprendida de la respuesta a los ejercicios que vía telemática hacen sus alumnos en su encierro. En una semana escasa aprecia signos importantes de madurez que no veía en sus clases meses atrás.

Se dice que tenemos memoria de pez. Esta crisis nos hace ver nuestra fragilidad, y a su vez, nuestra fortaleza, no estamos aislados, estamos juntos. Hasta ahora, como preocupaciones por la humanidad, nos fijábamos en las amenazas al planeta, en su explosión y la nuestra. A partir de ahora debemos entender que puede haber otras explosiones incluso antes que la del planeta. La pandemia ha supuesto seguramente por primera vez en la historia de la humanidad una conciencia de que todos los habitantes del planeta ya pertenecen a él, quizá por el riesgo, pero a partir de aquí también para su disfrute. La pandemia ha hecho ciudadanía global. Las guerras comerciales de Trump, el cierre de fronteras, el auge de populismos nacionalistas o falsamente internacionalistas, el rechazo o cuestionamiento de organismos internaciones que en estos últimos años estábamos observando desde distintas posiciones ideológicas y políticas, la ciudadanía no lo va a aceptar.

A pesar de la fragilidad de nuestra memoria, probablemente ya nada será como antes de esta crisis. Posiblemente nos ocupará y nos preocupará lo que le ocurre al vecino, pero no solo al de la escalera, sino también al que vive a 5.000 km. Y sin salir de aquí a ver cómo repartimos los enormes costes económicos y sociales que va a dejar. Digo, repartimos.

*Profesor de la Universidad de Zaragoza