Mes y medio después de poner nuestras vidas entre paréntesis (¿quién le iba a decir a Sabina que eso de robarle el mes de abril era mucho más que una metáfora arriesgada?), desde el Gobierno y con todas las cautelas del mundo se empieza a hablar de la vuelta a la normalidad...

Lo que ocurre es que suelen añadir un adjetivo a esa normalidad: será nueva. Nadie aclara muy bien en qué consistirá la nueva normalidad y, como mucho, se alude a las precauciones que habrá que seguir manteniendo hasta que la covid-19 quede definitivamente derrotada, vacuna mediante.

Mascarillas y guantes para ir por la calle, evitar aglomeraciones, guardar las distancias, dejar besos, abrazos y achuchones para más adelante… y mantener la alerta por si al maldito bicho le da por resucitar. ¿Algo más? Pues digo yo que sí. O, por lo menos, que conviene detenernos un rato a pensar si merece la pena una vuelta a la normalidad, entendiendo por normalidad la situación que había antes del coronavirus. Por decirlo de otro modo, si merece la pena ganar el presente y perder el futuro.

Es natural que, cuando se han perdido tantas cosas valiosas de las que disfrutábamos hasta hace unas semanas, añoremos ese tiempo anterior en el que podíamos ir a un concierto o al teatro, tomar una cerveza mientras arreglábamos el mundo con los amigos en la barra de un bar, viajar, ir a la playa, ver a nuestros hijos o a nuestros nietos y, en fin, todas esas pequeñas cosas a las que casi no dábamos importancia.

Sanidad pública

Es natural, sí, pero también es posible que la añoranza nos haga idealizar ese pasado tan cercano, pensar que vivíamos en el mejor de los mundos, en la mejor sociedad posible. Pero eso no es cierto. Vivíamos en una sociedad injusta y desigual, en un planeta amenazado de muerte por la ceguera de las élites económicas y financieras, en una enloquecida marcha atrás para desmontar el Estado del Bienestar y aumentar la distancia entre esas élites y el resto de la población. Si algo tengo claro es que, pese a los errores y titubeos de los gobiernos europeos (de todos, no solo del español) ante esta pandemia desconocida, si la estamos doblegando es gracias a la existencia de sólidos sistemas de sanidad pública, y gracias a la profesionalidad y la entrega de sus trabajadores. Eso y que, si no hubiésemos sufrido los brutales recortes anteriores en esa sanidad, en la asistencia social y en ciencia e investigación, las consecuencias de la enfermedad habrían sido mucho menores.

Pues bien, ¿es a esa normalidad a la que queremos volver? ¿Basta con superar esta crisis y sentarnos a esperar la próxima, o debemos extraer las enseñanzas que nos ha brindado la enfermedad sobre nuestras sociedades? En la forma de abordar la lucha contra el coronavirus han quedado de manifiesto ya las diferencias ideológicas en las que se mueve nuestro mundo. Entre otros, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil y los primeros pasos de Boris Johnson antes de enfermar él mismo, van en una dirección: primero los intereses del capital económico y financiero y luego, si acaso, la salud. No tengo duda de que el tándem Casado-Abascal habría hecho lo propio si hubiese gobernado. Europa, de momento, ha optado por lo contrario.

El virus será vencido en un plazo de meses, o de pocos años en el peor de los casos, pero enseguida habrá que pensar en la forma de superar el batacazo económico que se sumará a las consecuencias, aún demasiado visibles para muchos, de la crisis de 2008. Keynes vuelve a estar de moda en Europa y se avivan los recuerdos de Mr. Marshall, agitados con fuerza por algunos dirigentes como Pedro Sánchez o Macron. Pero los países del norte (o, por decirlo con más exactitud, los países más ricos) se resisten a esos esfuerzos solidarios y aún coquetean con las soluciones austericidas de tan ingrato recuerdo. En los próximos meses vamos a asistir a una nueva confrontación entre los que quieren una Europa más justa, más solidaria y más igualitaria, de acuerdo con los principios fundacionales de la UE, y los que simplemente quieren volver a la normalidad anterior, durante la que obtuvieron tan pingües beneficios. Incluso si ello supone poner en riesgo la propia idea de Europa.

Que se salgan o no con la suya depende en buena medida de que nuestras sociedades acepten el reto de cambiar el paradigma de normalidad en esa dirección de justicia e igualdad, o prefieran permanecer sujetas al dogma neoliberal, a esa falsa verdad única que crea masas de pobreza cada vez mayores y pequeños núcleos de riqueza cada vez más ricos.

Cimientos de la democracia

Cambiar la sociedad, digo, no cambiar el sistema ni alterar los derechos y las libertades que tanto costó alcanzar y por los que ahora se preocupan tanto nuestras aguerridas derechas y ultraderechas, después de haber combatido contra esos derechos y esas libertades durante mucho tiempo. El sistema, nuestro sistema, es la democracia, esa por la que luchamos tantos españoles cuando en la trinchera de enfrente estaban los de siempre, esos que solo defienden la democracia cuando ganan. Los discursos de las cúpulas de PP y Vox durante estos meses son una prueba evidente.

Yo comprendo que la derecha no puede secundar un cambio social como el que propongo, desde mi posición de izquierdas (iría en contra de su propia naturaleza), pero me preocupa la actitud beligerante de esas cúpulas, y en particular la del PP, porque para cambiar o no la sociedad es preciso que esa sociedad no se nos venga abajo. Hay, primero, que reforzar sus cimientos después de este terremoto, y luego enfrentarse democráticamente sobre los objetivos a largo plazo. Y en la tarea de reforzar esos cimientos es imprescindible que participe la derecha democrática, como vienen señalando muchos, aunque la dirección de los populares no parece acabar de entenderlo.

Hablo, insisto, de su dirección nacional. En otras comunidades, y Aragón está entre ellas, los dirigentes del PP han entendido bien lo que significa hacer oposición en estos momentos. Como parece haberlo entendido Ciudadanos en términos generales. Ese sigue siendo para mí un motivo de esperanza.