Hace muchos años (1923) un grupo de jóvenes filósofos procedentes de acaudaladas familias hebreas alemanas fundó el Instituto de Investigaciones Marxistas, que más tarde se le ha ido conociendo dentro de las corrientes filosóficas, como La Escuela de Fráncfort. Sus miembros más insignes, Theodoro Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Friederich Pollok, Franz Neuman, W. Benjamin y Jürgen Habermans querían saber las razones del fracaso de la revolución en la Alemania de los años veinte. Para marxistas convencidos como ellos, que los obreros alemanes se alejaran de las tesis revolucionarias para apoyar las de la socialdemocracia resultaba incomprensible. Así como que su apoyo hubiera permitido el auge del nazismo y su tremendo impacto en la sociedad occidental.

Ellos, que sufrieron en sus propias carnes persecución y exilio, intentaron siempre buscar la luz a la oscuridad reinante, desde la independencia política, el compromiso ético y el análisis dialéctico. Todos dedicaron un tiempo considerable a teorizar sobre el nazismo y a intentar explicar cómo el pueblo alemán en particular llegó a desear su propia dominación en vez de luchar contra sus opresores.

Tanto sus escritos de la primera época como los más recientes trasladan reflexiones que nos pueden servir para entender la realidad actual. Para ellos el fascismo fue derrocado en Europa, pero el tipo de personalidad que lo sostuvo había sobrevivido. Seguramente por eso, cualquier problema global como la crisis económica recientemente vivida produce enormes distorsiones en los equilibrios sociales y abundantes tensiones de índole nacional y social.

Eso lo estamos viendo con el deslizamiento de Europa hacia la derecha: en el 2005 los partidos de extrema derecha solo sumaban 9 millones de votos; hoy en día son 28, solo el 5%, pero avanzando. En Hungría y Polonia gobiernan, en Suiza son el primer partido, en Austria están en la coalición de gobierno, en Italia son la voz cantante de la xenofobia, en Francia arrastran a millones de ciudadanos, en los países nórdicos van creciendo. Están ya en los parlamentos de 18 países, y en Alemania han entrado por primera vez desde la segunda guerra mundial en el Bundestag, con 92 escaños. No quiero imaginar lo que pensarían si viesen el regreso descarado de los peores fantasmas de Europa, inmutables al paso del tiempo, instalados ahora en la normalidad, a plena luz del día, inmunes a la lección amarga de la historia.

Tanto hoy como ayer los sentimientos nacionalistas son fácilmente manipulables por las élites políticas. De ahí la preocupación de todos ellos porque se repitieran. Porque a estos extremistas no se les reconoce por sus ideas sino por sus acciones, por su política de resentimiento, por el miedo que transmiten la ira, la invitación a la violencia, el egoísmo, el nacionalismo asfixiante, por la necesidad de señalar chivos expiatorios (ayer los judíos, hoy los inmigrantes, mañana...) por su rechazo al cosmopolitismo, a la diversidad, a la tolerancia.

Cuando Pablo Casado agita la inmigración para denunciar «la defensa de las fronteras», alertar sobre el efecto llamada por la cogida del Aquarius y acusa a los socialistas de demagogia y buenismo en materia inmigratoria, solo busca alinear al PP con el discurso de la derecha ultra europea, a pesar de que los datos sobre la recepción de inmigrantes están dentro de la normalidad (22.013 a finales de julio, frente a los 17.000 del 2017) y la posición de España es la de la Unión Europea.

Buscar chivos expiatorios, alentar el miedo al desconocido, promover el resentimiento y la intolerancia lo hace mejor y con más credibilidad la extrema derecha. Hacerlo él, presidente de un partido que acaba de salir del Gobierno hace dos meses y espera recuperarlo, solo sirve para legitimar a los extremistas y dar valor a los que están fuera del sistema.

Los votos que pueda pescar tienen mucho peligro, por las obligaciones y peajes que adquiere con ese sector de la población, pero, sobre todo, porque deslegitiman la acción de su Gobierno y porque contravienen la postura europea que Mariano Rajoy apoyó y aprobó.

Seguramente piensa que en tiempos de confusión el osado tiene ventajas. Mientras los demás titubean, él corre millas. Pero hacerlo con esta cuestión, las millas pueden ser de ida y vuelta.