El Tribunal Constitucional acaba de revelar a la sociedad española una epifanía laica en forma de sentencia. El muy alto Tribunal ha negado el Amparo a la socialista asturiana Susana Pérez-Alonso, que, en 2006, en una carta abierta, criticaba a su partido, el PSOE, por suspender las primarias en las elecciones municipales de Oviedo. Pérez-Alonso fue sancionada con suspensión de militancia durante 20 meses. Ahora el TC da la razón al PSOE, al considerar que el deber de fidelidad al partido al que se pertenece voluntariamente está por encima de la libertad de expresión y de la libertad de crítica.

La sentencia viene a imponer a la militancia de cualquier partido una especie de voto de obediencia, similar al que prometen los monjes, junto con los de pobreza y castidad. Algunos, como los Cartujos, añaden a esos tres votos el de silencio.

Una de las claves de una sociedad moderna y responsable es que sus ciudadanos tengan criterio y sean libres. Para lograr ese ideal social es preciso que se den las condiciones para ejercer plenamente la libertad de pensamiento y la de expresión. Para poder pensar y tener criterio propio (o lo que es lo mismo, para que no nos tomen el pelo) hay que saber pensar. A pensar se aprende y la educación debe proporcionar las herramientas de pensar, antes que las habilidades para usar las herramientas productivas. Pero claro, esa es una inversión cara y poco o nada rentable, más bien es una inversión antieconómica que a ningún partido político le interesa hacer.

Un partido político siempre prefiere votantes y afiliados mudos, acríticos y dóciles que se dejen adoctrinar fácilmente y que obedezcan sin rechistar las consignas. Un Gobierno que emane de tal modelo de partidos también prefiere ese tipo de ciudadanos, y el Tribunal Constitucional, nombrado por ambos, acaba de poner su granito de arena jurisprudencial para que lo que ya era así, siga siéndolo.

Que los partidos políticos son organizaciones democráticas es un chiste recogido caritativamente en el artículo 6 de la Constitución. La realidad aceptada y patente es que los partidos políticos en España son profundamente antidemocráticos. Y especialmente grave es que los nuevos partidos lo sean con aún mayor arrogancia y desvergüenza que los veteranos.

Algunos ejemplos recientes: en un perverso ejercicio de manipulación estratégica y de duelo al sol, Pablo Iglesias amenazaba con abandonar, si sus tesis no triunfan en Vistalegre II, e invitaba amablemente a su amigo Errejón a hacer lo mismo. Después ha venido el mensaje navideño en pijama y otras tonterías para desviar la atención y suavizar las cosas, pero a Iglesias el voto de obediencia y la prensa estatalizada le ponen mucho más que las revelaciones del tronco de Twin Peaks.

Por su parte, Juan Carlos Girauta increpaba en público hace unas semanas a una periodista de La Sexta, que le pedía explicaciones sobre un tuit soez, grosero y ofensivo, en el que el Ciudadano Girauta le decía a un crítico de su partido que se metiera sus opiniones por el culo. Ciudadanos, un partido joven, emergente y renovador, tiene ya al menos tres corrientes críticas duramente reprimidas, miles de expulsados por denunciar irregularidades graves, y entre sus proyectos estrella para fortalecer la democracia interna está el endurecimiento de su régimen disciplinario y sancionador.

En petit comité, se ha escuchado decir a dirigentes de C’s esta bonita frase: «otra vez las putas primarias». Y es que los de Ciudadanos que no son Rivera y tienen que ganarse el puesto, sólo ven en las primarias un incordio que se interpone en su camino hacia la gloria institucional.

Los demócratas de verdad no temen la opinión contraria; la escuchan, tratan de convencer al oponente, cumplen las reglas del juego y aceptan el resultado. Por el contrario, los demócratas de mierda maldicen la democracia y sueñan secretamente con un modelo que les perpetúe en el poder sin tener que pasar por engorrosos trámites democráticos.

El Tribunal Constitucional nos acaba de decir alto y claro que afiliarse a un partido político implica tomar el voto de obediencia. El mensaje es doble y está cargado de intención: no militen, los partidos políticos necesitan votantes, no afiliados; estos en realidad son una molestia, un potencial grano en el culo del aparato. Si aún así se obstinan en afiliarse, cierren la boca y tápense la nariz, tal vez aprendan a vivir sin aire y les baste como alimento la inagotable luz que emana del líder.

En esta epifanía laica que nos han traído sus majestades los Miembros del Tribunal Constitucional, nos queda el consuelo de que ni la castidad ni mucho menos la pobreza son todavía exigencias para participar en política. A cambio, el virtuosismo del silencio cartujo se hace fuerte poco a poco en los estatutos de los partidos políticos.