Una de las principales novedades de los análisis políticos del 2019 ha sido el intento de explicación del avance de Vox en las elecciones. Las reflexiones han girado en torno a la naturaleza ideológica del partido y de sus votantes, así como a las motivaciones del electorado para decantarse por esta formación. La mayoría de ellas ha rechazado su carácter fascista y el de sus simpatizantes, quienes suelen identificarse con una ciudadanía enfadada que, de forma impulsiva, ha optado por una formación diferente porque está cansada de la ineficacia de los partidos y de la situación en Cataluña. Estos análisis comprenden el voto protesta de más de tres millones de personas, a pesar de no haber calculado bien las consecuencias de la fragmentación política, quizás porque desde hace más de veinte años se identifica a la derecha tradicional española con el centro reformista, por lo que parece difícil asimilar que de repente hayan aparecido tantos «ultraderechistas». Si bien permiten concebir las alianzas postelectorales de derechas como un pacto natural, evitan extraer algunas consecuencias lógicas de la evolución del voto, como que quienes optaron por propuestas xenófobas, ultranacionalistas o radicalmente neoliberales, puedan estar de acuerdo con ellas.

Es posible que los votantes de Vox hayan decidido de forma tan racional como los demás porque la defensa de los valores cristianos occidentales (amenazados por el islam, la inmigración o el feminismo), la exclusión de la comunidad política de quienes no comparten su idea de patria o la desregulación de la economía hasta reducir el Estado a su mínima expresión constituyen un armazón político coherente, con bases sociales amplias y movilizadas desde hace tiempo: las manifestaciones en favor de la educación concertada, en contra del matrimonio homosexual o las iniciativas políticas contrarias al Estatuto de Autonomía de Cataluña son solo algunos ejemplos. En consecuencia, no serían personas extraviadas o manipuladas, sino que deberíamos inscribirlos en una corriente de pensamiento muy arraigada en Europa, aunque no necesariamente fascista. En efecto, casi todos los especialistas circunscriben dicho término a la Europa de entreguerras, y la ausencia de partido de masas o la clara identificación con la derecha política (frente al fascismo defensor de una revolución más allá del bolchevismo y del liberalismo) parecen consolidar dicha tesis. Pero ello no quiere decir que no exista una clara vinculación con una cultura política reaccionaria, que cristalizó en dictaduras fascistas o autoritarias y que no se extinguió, ni mucho menos, en 1945.

Lo ha escrito Mark Mazower en La Europa negra: durante el siglo XX se enfrentaron tres proyectos sociales muy diferentes: la democracia liberal, el comunismo y el fascismo. Pero la victoria del primero de ellos, tras dos guerras mundiales y medio siglo de guerra fría, no la convierte en la única tradición política del continente. Tras la liberación, el neofascismo se refugió en grupos semiclandestinos, revisionistas, contrarios a la descolonización y anticomunistas. En los años 50 y 60 ampliaron su electorado en Francia o en Italia con católicos, pequeños comerciantes o agricultores, pero el pleno empleo y los Treinta gloriosos les dieron pocas oportunidades de crecer. Dichas bases sociales ya no eran fascistas, sino más bien sectores reaccionarios que podían optar también por posiciones más moderadas como el gaullismo francés o la democracia cristiana italiana. Pero no eran pocos porque, como ha señalado Pierre Milza, varios millones de personas habían apoyado a P. Poujade en Francia o a G. Almirante en Italia. En los años 80, tras la crisis del petróleo y la desindustrialización, las ideas de Le Pen sobre inmigración e inseguridad avanzaron desde

Francia, convenciendo cada vez a más hombres jóvenes, ahora también de orígenes populares. Más recientemente hemos visto cómo la crisis económica, la corrupción o ciertas consecuencias de la globalización han situado a varias organizaciones de extrema derecha en la primera línea política de Francia, Austria u Holanda, pero también de Italia, Polonia o Hungría.

El caso español es algo diferente como consecuencia de la dictadura franquista. Con una dinámica política, económica y social similar al resto de países europeos occidentales hasta los años treinta, el franquismo se impuso como una excepción en el panorama internacional. Solo Portugal conservaba, en los años 70, una dictadura similar surgida del período de entreguerras. Quienes han explicado una duración tan amplia del régimen franquista mencionan la represión, el miedo o la guerra fría, pero también la capacidad de la dictadura para consolidar amplios apoyos sociales entre los católicos y las clases medias que prosperaron gracias al «desarrollismo». Cuando murió Franco y España se subió de nuevo al tren de Europa occidental, las ideas de orden social, moral católica y exaltación nacional centralista fueron defendidas democráticamente por fuerzas políticas conservadoras, con una diferencia con respecto a otras derechas europeas: su cultura política y la mayoría de sus cuadros dirigentes no procedían de la defensa de la democracia frente al fascismo, sino que eran el resultado de una evolución desde posiciones reaccionarias, que habían aceptado el final de la dictadura pero contaban con sus bases sociales para crecer electoralmente. Desde este punto de vista, la aparición de Vox sería la nueva forma de expresión política del pensamiento reaccionario español, que ha conseguido además difundir sus viejas ideas entre un electorado más joven mediante el empleo de nuevas formas de comunicación.

En definitiva, pensar que la extrema derecha europea es un episodio febril dentro de un cuerpo social naturalmente democrático y que tan solo debemos esperar a que remita es un error histórico cuyas consecuencias no pueden ser adelantadas por las ciencias sociales. Pero estas sí deben ser capaces de advertir, en los medios de comunicación y en el ámbito educativo, de que el pensamiento reaccionario tiene bases sociales amplias (aunque no siempre se traduzcan en formaciones políticas concretas) y que esta tradición política e ideológica condujo a Europa a la catástrofe.

Tras la segunda guerra mundial siguió intentando acabar con las democracias europeas, defendió ideas xenófobas incluso en plena construcción de los estados del bienestar y se mostró contraria a avances sociales en materia de derechos civiles, sociales o laborales. Por eso la aparición o el éxito de estas formaciones en la competición electoral no debería hacer desaparecer la sospecha sobre sus actitudes contrarias a la democracia tal y como fue construida desde la posguerra. La pedagogía, la movilización social o el trabajo de la Justicia pueden acompañarse también de una acción política concreta y decidida. La derecha tiene la oportunidad de demostrar que defiende tradiciones diferentes e incompatibles con el pensamiento de Vox y la izquierda, que no está cómoda con la división de la derecha y está dispuesta incluso a incurrir en contradicciones para que la extrema derecha no participe en ningún gobierno. H *Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Zaragoza y profesor de Enseñanza Secundaria (Geografía e Historia) en el instituto Río Gállego de Zaragoza.