De forma inapelable, llega el temido comienzo de curso; una situación de tremenda vulnerabilidad e incertidumbre, que siembra penosas dudas en toda la comunidad educativa y, especialmente, en padres de alumnos. Asistimos a interminables debates donde se exponen y cuestionan diversas medidas para afrontar las potenciales dificultades sobrevenidas, exacerbadas por los aciagos datos de agosto y la amenaza de una gran oleada de contagios coincidente con el inicio del curso.

Al margen de la discusión sobre normas y disposiciones, parece existir un acuerdo generalizado entre docentes, expertos y padres de alumnos: la enseñanza debe ser presencial, al menos en los primeros cursos, reservando los recursos telemáticos, en caso de suprema necesidad, para bachillerato y enseñanza superior. El confinamiento demostró las serias implicaciones del aislamiento, sobre todo en los niños más pequeños, en la medida en que, además de otros estragos, impidió la relación natural entre compañeros. No obstante, se está dejando de lado, o al menos no se vislumbran soluciones eficaces, respecto de un delicado aspecto: ¿qué sucede con lo padres cuando aparezcan los positivos en sus hijos o en la clase?, ¿habrán de quedarse confinados? Algo está claro: en muchos casos, tal obligación será insoportable, en la medida en que los ingresos familiares dependan de su presencia en el puesto habitual de trabajo, caso de muchísimos autónomos, cuyo negocio tampoco podría resistir esta eventualidad. Para mayor complicación, se viene recomendando que no se recurra al gran comodín, los abuelos, que habitualmente proveían una ayuda de extraordinaria utilidad. Ahora, sin embargo, en un escenario mucho más complicado, pues cualquier previsión puede quedar inmediatamente desbordada, se recomienda prescindir de los yayos. H