Estos días detecto dos corrientes de ánimo en la sociedad: una, la de quienes creen que la vida sigue, y que (asumiendo las precauciones debidas) el coronavirus no debe pararnos. La otra corriente piensa que vamos a morir todos, que la situación económica nos aboca al hambre segura, que todo lo que puede salir mal, saldrá mal. Yo me apunto a la primera. Pero los que se sienten identificados con la segunda están en su perfecto derecho, porque el entorno no acompaña nada. La última ola de histeria colectiva ha sido la de la vuelta al cole. Vuelta que, todo hay que decirlo, los niños han llevado con mucha más naturalidad que los papás. Sí, habrá contagios. Sí, habrá confinamientos. Sí, los niños cometerán imprudencias porque son niños, qué se le va a hacer.

Así que podemos hacer dos cosas: o asumir que hay que convivir con el virus y tener cuidado, o encerrarnos en casa y no salir, y que nos suban la comida con un cesto atado a una cuerda por el balcón. Yo la segunda opción no me la puedo permitir, así que hace días que me tiré a la calle a trabajar, que es lo que me toca. Y si los medios audiovisuales (esos programas de televisión que hacen tanto daño, esos informativos catastrofistas) me tensan lo más mínimo, cambio de canal. En seco. Por eso les digo que la vuelta al cole ha sido la última ola de histeria colectiva. A diario monto en bus, trabajo con más personas alrededor, tomo café, voy al gimnasio y piso los comercios. Volver al cole es parte de esa normalidad, y es verdad que no habrá suficientes medios, suficientes profesores, suficiente espacio de separación. Pero señores, la vida tiene que seguir. Había que abrir y se ha abierto. Con cuidado pero sigamos adelante.