A medida que vamos adentrándonos en la precampaña, se hace más evidente el triunfo de la estrategia de la polarización en torno a dos bloques irreconciliables que emulan las diferencias ideológicas que en otro tiempo delimitaban el eje izquierda/derecha. Buena muestra de ello resulta la consolidación de los denominados viernes sociales, mediante los que un Gobierno en funciones intenta marcar perfil político con medidas como la ampliación de los permisos de paternidad, la concesión de ayudas por hijo para familias con pocos recursos o un plan para fomentar el retorno de los exiliados. Sin embargo, en la arena mediática el debate se centra en otros asuntos como la situación en Cataluña y la polémica sobre los lazos amarillos, la exhumación de los restos de Franco o la insólita propuesta de generalizar el permiso de armas entre los «españoles de bien» lanzada por el líder de Vox. Es decir, que por mucho que la disputa se plantee en términos clásicos, a la hora de la verdad toma una forma posmoderna que pone el foco en la «identidad», tal y como denuncia Francis Fukuyama en su último ensayo.

Al final, la superación del bipartidismo ha acabado trayendo a España más radicalización y menos diálogo, reproduciendo la incapacidad de alcanzar consensos que marcó los años de «turno» entre el PP y el PSOE y agravando los problemas de gobernabilidad. Como escribía hace unos días Ramón González Férriz en el Confidencial.com, la consecución del relevo generacional ha demostrado que los nuevos líderes adolecen de la misma o mayor vesania que sus antecesores. Solo hay que contar la cantidad de vetos que han aparecido con la irrupción de las nuevas formaciones: entre Podemos y Cs, entre Cs y PSOE y entre PSOE y Vox (amén de los que afectan a los independentistas). Con estos mimbres, ¿quién osa hablar hoy, no ya de reforma constitucional, sino de un pacto por la educación o la sostenibilidad del sistema de pensiones, una reforma de la Administración Pública o, simplemente, de aprobar unos presupuestos? En un tiempo récord, la generación más preparada de la historia está demostrando carencias que no permitían anticipar ni su hedonismo juvenil -botellón y Erasmus- ni su marcado narcisismo.

Curiosamente, la magnitud de los déficits actuales no resulta un obstáculo para que buena parte del debate se desarrolle con la vista puesta en el retrovisor. No se trata, en contra de lo que proclamaron en su día los líderes conservadores y algunos nostálgicos, de ganar la guerra civil «40 años después». En realidad, con la apuesta por una Ley de la Memoria Histórica que ha desbordado claramente la restitución de las víctimas para adentrarse en la construcción de un relato oficial sobre el pasado común, el PSOE se ha pertrechado de un argumentario con el que ganar las elecciones a quienes sitúa como «herederos» del régimen anterior. El socialismo español ha pasado así en cuatro décadas de defender una Ley de Amnistía con la que liberar a los opositores de la dictadura encarcelados -con indultos para «presos políticos» y para miembros de ETA político-militar- a establecer una batalla en torno a los símbolos y mitos que conforman el imaginario colectivo. Esta semana, un historiador tan poco sospechoso de animosidad contra el PSOE como Santos Juliá volvía a poner el dedo en la llaga con un artículo sobre «nuestra guerra» en el que el pronombre posesivo servía para denunciar la apropiación de este episodio que se está produciendo durante los últimos años. Otro historiador poco cómplice con el franquismo, Hugh Thomas, decía en el prólogo a la segunda edición de su conocida monografía sobre la guerra civil que cuando ésta «pase a ser primordialmente un tema de controversia entre historiadores, podremos considerar que, por fin, ha terminado».

De algún modo, la Transición fue un intento de superar la tentación de regresar una y otra vez al nudo neurótico de la discordia; a su vez, el Partido Socialista superaba así una pugna interna entre revolución y legalidad que había amenazado con desgarrarlo. Lamentablemente, pese a la evocación constante de una memoria omnipresente, nunca hay que minusvalorar la capacidad de olvido de las personas y, por ende, de las organizaciones. No por casualidad, esas tensiones han vuelto a aparecer. H *Periodista