Podríamos decir parafraseando a Monterroso que, cuando Cataluña despertó el lunes, el dinosaurio todavía estaba allí. Y parafraseando a Lampedusa, que todo ha cambiado (o casi todo) para que todo siga igual. Las elecciones al Parlament han provocado un vuelco político que, extrañamente, deja inalterado lo sustancial. Y lo sustancial es otra legislatura, otra más, con un independentista al frente de la Generalitat, respaldado por un matrimonio de conveniencia cuyos cónyuges no se tragan, incapacitado para gestionar y dar soluciones a las varias crisis que agobian a los catalanes. Crisis que son las mismas que padece el resto de España, pero a las que hay que sumar una economía devastada por la fuga de empresas, que huyen a chorros de allí, temerosos de los riesgos de un procés procésque ni avanza ni puede avanzar, una noria a la que dan vueltas para volver eternamente al punto de partida.

Y digo que es extraño porque se dan las condiciones para el cambio. ERC parecía haber aprendido de sus errores en octubre de 1917 y modulado sus exigencias con llamamientos a la negociación política y al diálogo, mientras da apoyo parlamentario al Gobierno de España y vota la investidura y los presupuestos de Pedro Sánchez. Podría pensarse que era la ocasión para pactar con socialistas y comunes un gobierno catalán de la izquierda que, por un lado, intentara lidiar con los problemas urgentes y, por el otro, avanzase hacia una solución acordada al conflicto que divide en dos a la sociedad catalana. Los resultados electorales del 14-F soplaron también en esa dirección. Porque el vuelco se produjo. Nunca, desde tiempos de la república, había estado ERC tan cerca de presidir la Generalitat. Nunca en la última década había tenido el PSC un resultado así. Nunca la derecha españolista había pintado tan poco en el escenario catalán y nunca había emergido con tanta fuerza la amenaza neofascista de Vox.

La aritmética parlamentaria señala una posible y holgada mayoría a favor de un tripartito de izquierda con PSC y En Comú Podem (condenados Ciudadanos y PP por las urnas a la irrelevancia). La única alternativa viable al tripartito, desde el punto de vista de esa aritmética, es la suma de ERC, Junts Per Cat y la CUP, la misma que condujo al desastre de hace tres años. Creo que hay poco que añadir para optar por la primera.

Sin embargo, esa posibilidad no pintó bien desde el principio, cuando la campaña se convirtió en un «todos contra Illa», y mucho menos cuando los partidos independentistas firmaron un vergonzoso cordón sanitario en torno al ex ministro. Y terminó de nublarse cuando, tras el llamamiento al diálogo del ganador de las elecciones, los republicanos respondieron con dos condiciones: autodeterminación y amnistía para los condenados del procés.

Y esa es la cuestión de fondo, la que impide a los indepes actuar con arreglo a la lógica política y buscar soluciones, en lugar de seguir ahondando en la fractura que divide en dos a la sociedad catalana. El reconocimiento del derecho a la autodeterminación y la amnistía son, hoy por hoy, escasamente viables (por no decir inviables) de acuerdo con la Constitución y no parece que exista la menor posibilidad de cambiarla en ese sentido. Los políticos independentistas lo saben y, por lo tanto, proponer tales medidas a la población y encandilar a sus votantes y a sus bases haciéndoles creer que están cerca de alcanzarlas es, simple y llanamente, mentirles.

La política catalana lleva casi una década girando alrededor de mentiras como esas, difundidas desde todos los órganos de propaganda (y son muchos) del nacionalismo y, desdichadamente, aceptadas como ciertas por un sector muy importante de la población. Mentiras que han dado como resultado el polvorín que es hoy Cataluña y que llevan camino de ir a peor.

Es posible que algunos exaltados de la CUP crean de buena fe que esas mentiras pueden llegar a convertirse en verdades mediante no sé qué proceso revolucionario. Es posible también que los dirigentes de Junts tengan la necesidad de agitar esos espantajos para desviar la atención de los muchos cadáveres que guardan en su armario, con un expresident fugado de la Justicia, una candidata imputada por corrupción, el tres per cent siempre amenazante y el patriarca Pujol en la picota junto a su familia. No parece que sea el caso de Esquerra Republicana, donde pueden encontrarse apuntes de sensatez con cierta frecuencia. ¿Por qué siguen voluntariamente uncidos a esa noria? La respuesta no hay que buscarla en las urnas, que dicen lo que dicen, ni en los acuerdos a los que puedan llegar los políticos. La respuesta está en el grado de extrema polarización a la que han llevado a la sociedad. Cualquier rebaja de las absurdas y desmesuradas expectativas que el independentismo ha creado se consideraría una traición (blanco o negro, sin grises) y la etiqueta de botifler, tan fácil de colocar, significaría el suicidio político del dirigente que osara proponerla. Si ERC votase como president a un socialista, significaría su muerte civil y viceversa, si el PSC ungiera al candidato republicano, sus bases españolistas le condenarían por mucho tiempo.

Así las cosas, parece que queda mucho todavía para alcanzar el grado de cordura necesario, el mismo al que llegó el PNV después de la matraca independentista de Ibarretxe, aquella a la que bautizó Peridis como el raca-raca. Ojalá me equivoque, pero tenemos raca-raca para rato en Cataluña. Y no se aprecian en el horizonte signos de mejoría. La única posibilidad sería que la situación haga preciso volver a las urnas y los votantes republicanos y socialistas comprendan de una vez que la salida al conflicto pasa por un acuerdo entre las dos fuerzas mayoritarias, con la Constitución como base. Ojalá.