Qué poco acostumbrados estamos a obedecer. Será por nuestra condición de sureños, por nuestro carácter mediterráneo, por esos 40 años de obediencia debida que han dejado poso o porque, simplemente, creemos que somos los reyes del mambo y tenemos derecho a rebelarnos contra la norma. Hoy es el quinto día oficial de confinamiento y, aunque he salido poco, lo justo e imprescindible, ya he sido testigo de varios encontronazos callejeros. Que si «no sacuda la alfombra, que me está tirando su porquería». «Lo que tendría que hacer usted que es un abuelo es quedarse en casa». Que si «mientras ocupas tú la pista de juegos de la urbanización no puedo bajar yo con mis hijos». «Pues baja tú y me iré yo». «Y yo por qué tengo que guardar fila para entrar en la papelería si nunca lo hemos hecho». «Qué se cree ¿que yo la hago por guapo?». Todo esto a grito pelado en una mañana en la que solo se oían los pájaros y el motor de los autobuses urbanos. La verdad es que Zaragoza hay momentos que parece una ciudad de zombis. Uno por una acera, otro por otra, dos coches que pasan, un perro con dueño, muy de tanto en tanto una bicicleta, un patín... Los hay que solo les falta la escafandra. Pocas conversaciones y las que hay, todas sobre lo mismo: el virus y lo que nos esconde el Gobierno. Pero, ¡ay a las 8 de la tarde! Los confinados se dan un respiro. Salen a la ventana o al balcón y descargan su aislamiento con aplausos. Primero por los sanitarios, ayer por las Fuerzas de Seguridad, ¿hoy? Es como si volviéramos a las corralas castizas del viejo Madrid. Las charradas de ventana a galería, las jotas coronavíricas, los bingos, los veo veo, y hasta los conciertos en la terraza. Todo para alegrar un poco la existencia. Propongo más horas de estas para evitar encontronazos.

*Periodista