Weber confiaba en los funcionarios, en lo que llamaba «funcionarismo moderno», «… en un cuerpo de trabajadores intelectuales altamente calificados y capacitados profesionalmente por medio de un prolongado entrenamiento especializado, con un honor de cuerpo altamente desarrollado en interés de la integridad, sin el cual gravitaría sobre nosotros el peligro de una terrible corrupción o de una mediocridad vulgar, que amenazaría al propio tiempo el funcionamiento puramente técnico del aparato estatal…»

Qué duda cabe que en nuestro país existe esos funcionarios altamente cualificados, que son los que soportan a menudo las consecuencias del clientelismo en forma de mediocridad o en corrupción que son incapaces de evitar. En esto Weber pecó de ingenuidad. Al PP se le han juntado las mociones de censura con toda la porquería que el juicio de Bárcenas está poniendo encima de la mesa, si es que ya no era evidente. La corrupción busca sus caminos, se cuela por los intersticios del sistema democrático, degradándolo y sembrando escepticismo y desafección hacia la actividad política. El elector observa que no hay convicciones, ni valores, ni convicciones profundas.

Todo es transversal, todo depende, todo es relativo, instalados en la peor versión del pragmatismo. Los compañeros de hoy son los tránsfugas de mañana, o peor aún, los que, para hacerse sitio, calumnian y desprestigian a los que perciben como competidores en sus propias filas. Pululan como garrapatas gentes oscuras vestidos de «spin doctor» o de «fontaneros» capaces de sugerir las mayores barbaridades irracionales como esa de «socialismo o libertad». Mantenerse es la meta, no servir a la ciudadanía. En fin, se acabó la ingenuidad. Hace falta volver a los regeneracionistas y reivindicar la buena política y a los buenos políticos si queremos una Democracia de calidad.