La extensión de la pandemia en todas direcciones deja al descubierto la vulnerabilidad de las sociedades con sistemas de salud y de protección social muy débiles cuando no inexistentes. Gran parte de los países de Asia, África y Latinoamérica carecen de los medios para paliar los efectos del implacable avance del coronavirus. Los campos de refugiados son medios especialmente propicios para que se desarrolle la enfermedad sin control; es imposible que el Gobierno indio pueda confinar en sus casas a 1.300 millones de personas, de las que decenas de millones viven en condiciones de precariedad absoluta; es inquietante que el coronavirus haya llegado a la paupérrima franja de Gaza, donde se hacinan dos millones de personas en un paisaje devastado; es inimaginable que surta efecto el llamamiento a la tregua mundial hecho por las Naciones Unidas y apoyado por el papa Francisco.

Los obstáculos resultan enormes en demasiados lugares para que sea posible combatir el virus con prontitud, eficacia y el mínimo coste posible en vidas. Mientras EEUU, la UE, el G-20 y otros foros del primer mundo discuten la forma más adecuada para vencer la curva de propagación, garantizar el suministro a los sanitarios y procurar respiración asistida a economías paralizadas, la sensación de abandono se adueña de los escenarios de la pobreza. Una vez más, la debilidad agrava los efectos de una situación excepcional sin que, por lo demás, la comunidad internacional tenga capacidad de reacción para acotar la crisis allí donde se manifiesta con gran crudeza.

Estos días se repite que nada será igual después de la pandemia. Esa promesa de cambio o de revisión del reparto de papeles en la sociedad del siglo XXI debería alcanzar también para atenuar la desprotección de los que dependen casi siempre de iniciativas privadas, de las oenegés y de particulares que, muchas veces con un riesgo extremo, suplen la falta de compromiso con los más vulnerables en una comunidad global.