En la pista central de Wimbledon rigen las normas del pasado, pero se ha convertido en el futuro de la competición. El ejemplo de deportividad y perfección escénica que depara el torneo londinense es insuperable. No hay ruidos, protestas, escenas desagradables. El más fogoso de los jugadores, en un momento de máxima tensión sabe apelar a la serenidad para mantener el respeto al recinto y no mancillarlo con un juramento. El comportamiento de los jugadores, tan inmaculado como los uniformes blancos que el torneo impone, es un ejemplo para un público versado en el dominio de sus emociones, hechos ambos, más que acostumbrados, a ganar o a perder con deportividad. Sabedores de que millones de espectadores siguen los partidos por TV, juegan, visten, se sientan y comportan con corrección.

Ese control mágico, férreo, en el marco de una lucha hercúlea llevó al límite el dominio de la tensión nerviosa durante el partido de semifinales entre Rafael Nadal y Novak Djokovic. Cinco sets y más de cinco horas de tanta igualdad como emoción, con un nivel de juego sostenido en la estratosfera y muchos puntos para el recuerdo. Con un esfuerzo enorme por ambos jugadores, sin dar una bola, un juego por perdido, luchando sin pausa y dando ejemplo de madurez, equilibrio, preparación física, inteligencia y entrega.

Menos protocolario y bastante más marrullero se ha mostrado Donald Trump en su reciente visita al Reino Unido. Los modales del presidente de los Estados Unidos no han estado a la altura de la etiqueta británica. Sus desplantes a la primera ministra, la señora May, y a la propia reina han indignado incluso a los mayores partidarios de esa alianza atlántica en la que, desde España, sólo sigue soñando José María Aznar, y puede que ahora Pablo Casado. De haber sido invitado al palco de Wimbledon, el siempre airado, impaciente, despectivo Trump habría dado la nota.

Frente a su comportamiento prepotente, populachero y tramposo, que causa rechazo y siembra división, Wimbledon despliega sus viejos y apacibles encantos, el gusto por la alta competición regida por normas inviolables, siendo el respeto al adversario, a quien jamás hay que considerar como un enemigo, la primera de ellas; satisfacción por la victoria, sí, pero ganando sobre todo el cariño del público. Educación, en fin... Algo de lo que Trump carece, aunque vaya ganando el partido.