La lectura de A propósito de nada, la autobiografía que Woody Allen se ha visto obligado a escribir para escapar de la hoguera que han prendido bajo sus pies, ayuda a reforzar la valiosa idea de que la Justicia no es una cuestión de fe. Lo que crean unas y otros sobre el cineasta no tiene nada que ver con las investigaciones que dictaminaron su inocencia en la acusación de abusos sexuales a su hija Dylan. Ocurrió hace veintiocho años. En esa época quedó en evidencia que la madre, Mia Farrow, mintió por despecho y aleccionó a la niña para que declarara en contra de su padre adoptivo. Hoy esa niña es una joven de 35 años y en sus recuerdos solo quedan los de su madre, que odia a Allen por liarse con Soon-Yi, otra hija adoptiva y, no se olvide, mayor de edad. Al cobijo del movimiento MeToo, madre, hija y el hermano de esta, Ronan Farrow, volvieron a prender la hoguera.

Eso es lo que explica el libro. Tampoco es cuestión de fe, sino de pruebas, conclusiones científicas y sentido común. Es muy difícil sostener que un hombre famoso, observado por millones de ojos, con varias parejas estables y amantes ocasionales en su vida, a quien no se le conoció jamás un comportamiento aberrante o delictivo contra mujeres, decidiera un día arruinar su vida, convertirse en pedófilo de diez minutos y forzar a la niña que adoraba ante la vigilancia de varios testigos. No tiene sentido. Lo malo de este episodio, que le ha costado el repudio y el silencio de colegas, es que su autobiografía pasa de puntillas por sus películas. Y cuando lo hace es demasiado crítico con su obra. Por suerte, nos queda el libro Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax, que explica algo mejor los secretos de su cine.

*Editor y escritor