Estoy absolutamente convencido de que si la crisis del coronavirus hubiera sido gestionada por las madres, la pandemia se habría quedado en un catarro de temporada. Porque si hay alguien en este mundo capaz de apechugar con lo peor, son esas heroínas que disparan con silenciador y certera puntería a la diana de la protección. Y nada es más sensible a su poderoso instinto de conservación que la custodia de sus criaturas, que somos todos, cada uno de nosotros, abrigados desde el amanecer hasta el crepúsculo del día por las mujeres que nos regalaron la vida y que la defienden como suya sin que tribunal alguno, terrenal o divino, cuestione ese axioma inflexible. "Tómate este vaso de leche calentita con miel y mañana, como nuevo". Y mañana estaríamos en el aula, en el puesto de trabajo o paseando por las insondables avenidas de este planeta con los pulmones soleados, desentubados de miedos y amenazas. Muchas de esas grandes damas nos han sido arrebatadas por el covid-19 y su cruel método asesino que incluye la despedida a ciegas. Por ellas y por las que siguen al pie del cañón y de nuestras camas en las noches de fantasmas y de dolor, celebramos todos los días de la Madre en el nido invencible que construyeron con su amor, la materia de la que está compuesta esa maravillosa vacuna que todo lo cura.