Como aquí nadie es responsable de nada que haya dicho o escrito el día de antes (nos hemos acostumbrado a darnos la vuelta sin más), lo que voy a decir es puro voluntarismo. Pero me encantaría que ahora, cuando hemos llegado a donde hemos llegado, explicasen cómo salimos de esta todos aquellos portavoces oficiales y finos analistas que minimizaron el problema catalán o anunciaron una y otra vez que el desafío soberanista no llegaría a ninguna parte, que se estaba desinflando, que el Estado impediría esto o aquello con la Ley en la mano... y que Rajoy resolvería todo administrando los tiempos como él sabe. Bueno, el caso es que a don Mariano este tema no se le ha arreglado solo durante la siesta. Todo lo contrario.

El debate ha llegado a un callejón sin salida. Quienes no comulgamos ni con el nacionalismo españolista ni con el soberanismo catalanista nos hemos quedado solos con nuestras buenas intenciones (o puestos en la picota por los fanáticos, como le ha pasado a Jordi Évole). Los maquinistas de ambos trenes suicidas se han atiborrado de legitimidad explícita o implícita, y no atienden a razones. Se vio ayer en el Parlament (donde los independentistas forzaron la máquina hasta pasarse la democracia por el arco del triunfo) y en Moncloa (donde el Gobierno central se preparaba para reclamar al Constitucional un «incidente de ejecución» que acabe con el desafío separatista... ¿de qué manera?).

Es inimaginable que el pseudoreferendo del 1-O sea abortado mediante una intervención coactiva y armada (porque Puigdemont, los listos de Esquerra y los piraos de la CUP no se van a derrotar por mucho que este o aquel tribunal les salga al paso). ¿O sí? ¿O hay alguien en Madrid dispuesto a meter en el ajo a la Guardia Civil? Pero, por otra parte, tampoco parece que los independentistas vayan a pensárselo más, pues han dado por hecho que el 2 de octubre proclamarán la ruptura con España sin más remilgos ni condiciones ni claridad ni leches.

Pues eso: nos dijeron que no iba a pasar nada. ¿Y ahora, qué?