Hace poco más de una semana nuestra mayor preocupación era el cierre de los colegios y encontrar quién se iba a quedar al cuidado de los niños. Los grupos de WhatsApp echaban humo.

Al día siguiente comunicaban el cierre de comercios y locales de ocio, y no encontrarnos en los bares nos parecía una renuncia difícil sobre la que hacíamos bromas enviándonos memes. Los que pudieron optar por el teletrabajo envidiaban las salidas laborales de aquellos que conservaban una rutina más parecida a su vida anterior.

Las salidas al supermercado y los cortos paseos nos parecieron el deseado lugar de encuentro, y entonces, se hace efectivo el estado de alarma restringiendo los movimientos de 47 millones de personas. Desde ese momento, nuestro mayor anhelo era repartirnos las excepciones que permitían salir a la calle, y las gracias sobre los perros o las panaderías a dos kilómetros se replicaban.

A mediados de semana, los ERTE aumentaban exponencialmente, a un ritmo paralelo a la incidencia del virus. Los chistes empezaron a desaparecer, ya nada estaba haciendo ninguna gracia, vivíamos solo pegados a las noticias y a las videollamadas. Salir a la compra te devolvía con el cuerpo revuelto y el ánimo de duelo. No hizo falta que nos recomendaran que las rebajáramos al mínimo posible, solo la necesidad nos empujaba a volver al otro lugar de la resistencia, las tiendas de alimentación.

Nuestra preocupación se concentró en que nadie de nuestro entorno enfermara, y que, si sucedía fuera de manera leve. El doble confinamiento en nuestras casas no nos parecía ya tan terrible como la perspectiva del ingreso hospitalario. Y ahí nos quedamos, aislados con síntomas, sin diagnóstico fidedigno, conteniendo la ansiedad y siguiendo adelante. Este fin de semana lo peor nos parecía que tuviéramos que pasar por las ucis, que en algunos hospitales estaban al límite de sus posibilidades. El domingo llegó con la imagen arrasadora del hospital de campaña de Ifema en Madrid, y el ambiente cada vez se hacía más pesado, menos mal que por la noche llegaban los primeros datos sobre un crecimiento más lento de la epidemia y el número de altas era cada vez más significativo. Fue el mismo domingo del anuncio de la extensión del confinamiento por quince días más, y nadie salió a la calle, solo a los balcones para volver a aplaudir sin caceroladas, sin canciones infantiles. Así hemos transformado nuestra vida, en poco más de una semana, un país entero. Hemos sacado lo mejor de nosotros mismos, que nadie lo olvide.