Quién iba a decir, algunas veces, que jubilación viene precisamente de júbilo . La palabra les viene un poco grande a ese 23% de mayores de 65 años que en Zaragoza vive solo y sin ayudas. De cuando en cuando afloran estadísticas que le dejan a uno estupefacto. Y si a esa frialdad de números le añades una historia caliente --una de las muchas-- que hay detrás, el asunto te pone la piel de gallina

En menos de un mes, este diario ha adelantado el segundo anticuento (denominación que circula por ahí) de la reciente Navidad. Primero fue el caso de la indigente Lamïita y de su bebé Aronas, que ya ha empezado a olvidarse, sepultado por la actualidad. Entretanto, esta semana han ido sucediéndose algunas imágenes, peligrosamente metabolizadas por la sociedad. Escenas como la de esas personas que en Zaragoza viven debajo del puente. así lo vimos colateralmente en un reportaje dedicado a las riberas del Ebro. Mendigos vistos y no vistos, gente con un segundo de gloria mediática, que es lo que dura el clic de un fotógrafo.

El caso de los mayores abandonados clama al cielo y a las instituciones: ¿Cómo es posible que la consejería de Servicios Sociales de la DGA desconozca la cifra exacta de las listas de espera para conseguir una plaza en una residencia pública? ¿Por qué no se ejecuta el Plan Metrópoli que contemplaba la construcción en la ciudad de cuatro residencias? ¿Y la elaboración de la Ley de Acción Social, que lleva seis años de retraso?

Está claro que este segmento de edad preocupa mucho menos que otros, incluso desde la mayoría de los medios de comunicación y del columnismo más beligerante. Aquí vales lo que produces, lo que consumes, lo que marca tu saldo de la tarjeta de crédito; tu importancia la marca la pequeñez de tu móvil, las expectativas de voto que generas..., así que el jubilado lo tiene más difícil. Josefina G. C. y Antonio G.M. lo tenían casi imposible: ellos habían formado una especie de alianza de mutuo socorro, era una pareja de ancianos sin recursos unida para ayudarse y quizá también para ahuyentar la soledad. Ya lo hemos contado ampliamente en estas páginas: él falleció repentinamente y ella, diabética e impedida, estuvo dos días con el cadáver en su casa y sin poder avisar a nadie. Eso pasó aquí al lado, en Delicias. Además de dejarles a los mayores el asiento en el bus, habrá que hacer algo. Y pronto.