Decía Ortega y Gasset que nuestras convicciones más arraigadas, más indudables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión. Me acordé de sus palabras el día de Reyes cuando asistí anonadada al asalto del Capitolio. Pensé que toda esa gente actuaba tal vez por convicciones, pero que precisamente su arraigo y su obcecación les había llevado a ser fácilmente manipulados por quienes consideraban sus líderes.

Me causó una perplejidad triste que tanta gente fuera capaz de movilizarse contra la esencia de su propia nación, provocando un daño general que va más allá de la imagen de un país y también un considerable riesgo particular (cuatro muertos y decenas de detenidos van ya contabilizados cuando escribo esto). Me acordé también de Cipolla y su enunciación de las leyes fundamentales de la estupidez humana. En la tercera (o de oro) nos dice que una persona estúpida es aquella que causa perjuicios a otros sin obtener ninguna ganancia para sí mismo e incluso incurriendo en pérdidas. Me sorprende esa actitud y, sobre todo, me gustaría entender los motivos profundos de este triunfo de la confrontación, más allá de explicaciones simplistas y sesgadas, y tomar nota de a dónde puede llevarnos.

Ortega también decía que sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. No sé a quién tendré que agradecer mi capacidad de sorpresa, aunque supongo que cada vez me queda menos. Dicen que eso es madurar pero yo creo que es envejecer. Y lo siento. Ojalá sólo sea cansancio vulgar. "Me ha movido la delicia de intentar comprender", decía el filósofo. Quizá ese esfuerzo que Ortega califica de "delicioso" sea la única armadura contra la manipulación que todos sufrimos en alguna medida. Aún no ha empezado este 2021 y ya nos exige yelmo y loriga.