El problema de buscar la verdad es el riesgo de encontrarla. Molesta como es nos interpelará y no dejará de juzgarnos hasta que seamos capaces de abdicar ante ella y abandonemos nuestras cómodas mentiras. Esto hace que mucha gente opte por ignorarla, especialmente en el ámbito de la política en la que -por intereses personales o por miedo a que se derrumbe el castillo ideológico perpetrado en la sesera del respetable- se tiende a vivir en las antípodas de ella. De ahí que la verdad se tienda a camuflar y se diluya en la mentira con el fin de impedir diferenciar cual es el elixir de la verdad. En efecto, el engaño y su prima hermana la ignorancia, no solamente campan en tierras de totalitarismos. Son muchos los regímenes democráticos que hacen bandera de las mismas, las cimbran voluptuosas contra el viento y se dedican a esconder la realidad, transformarla por arte de birlibirloque. En el marco de un sistema en el que poco importa ser democrático sino parecerlo, los hechos tienden a olvidarse y cuando se hace eco de ellos es para amputarlos, fragmentarlos y transformarlos.

Así, el tema de los refugiados puede convertirse en un tablero de ajedrez sobre el cual mover nuestras democráticas y humanistas piezas, mientras escondemos nuestra ética y responsabilidad debajo de la alfombra de tapizados griegos o trucos. Pero lo peor de la realidad es que, por mucho que uno no quiera ocultarla, esta no deja de existir y en definitiva, lo que esconde una persona, sociedad o gobierno, dice más de ella que lo que muestra.

Por eso hay que relativizarla. Sí, indudablemente a nosotros puede importarnos un bledo todo esto, pasar la hoja y dejar de leer, hoy como ayer, y conformarnos con vivir en la sombra de la posverdad y bajo el techo de la ignorancia. Pero por más que queramos pintar el sol en papel mentira, la verdad de su luz nos seguirá dando en la cara. Asumir la mentira como verdad, independientemente del daño que pueda hacer, tanto en cuanto (nos) convenga, supone una nueva «banalización del mal». La mentira pasa a ser una compañera incómoda pero útil, a modo de unos zapatos «de marca» que nos van pequeños y aprietan. Aunque molestos, son muchos los que no renunciarían a ellos y preferirían guardarlos afanosamente en el armario para sacarlos a lucir cuando la ocasión lo merezca. En cualquier caso, cuando la realidad no nos conviene y optamos por camuflarla a nuestro antojo pero solo en ella -y no en la ficción construida- es en la que queremos comernos unos churros aderezados con un café con leche, tenemos un problema de perspectiva.

Así ocurre con el Yemen, el país con menor renta per cápita del mundo árabe, sobre el que diversos medios de comunicación se han hecho eco de la tragedia humanitaria ¿realidad u opinión? Sin duda alguna, en estos casos la testaruda realidad parece incuestionable y al margen de buena parte de la opinión pública el pasado uno de agosto Naciones Unidas advirtió que 20 millones de yemeníes (el 70% de la población) requiere ayuda humanitaria y cerca de dos millones de niños padecen desnutrición aguda. Sin embargo llama la atención la ausencia de demanda de responsabilidades en los mismos medios que informaban. Como sabemos el país vive en guerra desde 2014, cuando los rebeldes hutíes ocuparon la capital Saná y otras provincias y se recrudeció en 2015, con la intervención de la coalición militar integrada por países suníes y encabezada por Arabia Saudí a favor de las fuerzas leales al presidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi. Mientras, España ha estado vendiendo armas al régimen de Arabia Saudí. Que la venta haya sido menor a la realizada por otros países como Estados Unidos o Gran Bretaña no menoscaba la responsabilidad del Estado en el incumplimiento de la Ley 53/2007 a la sazón, la que regula las exportaciones de material de defensa, obviando aspectos como el respeto de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario en el país de destino final y atender a la preservación de la paz, la seguridad y la estabilidad regionales. En consecuencia aunque algunos políticos parezcan desconocer que un mundo más seguro no se construye llenándolo con armas y municiones cabe asumir la responsabilidad por parte del gobierno. Un país silenciado bajo el peso de las bombas y al borde de la hambruna poco vale en el mundo de la posverdad. La conversión de la política en espectáculo aparta a la ciudadanía del centro del espacio público -si es que alguna vez llegó a aspirar a ello- para ocuparlo con la propaganda inocua. Así las cosas parece inviable encontrar la verdad en los recovecos de la mentira vendida. Cuando el dominio de la acción política se transforma en márketing todo pasa a ser un escenario de mentira en el que el verdadero protagonista es el cálculo electoral, cimentado en la dictadura del interés privado. Y ya sabemos que en nuestra sociedad, «el poderoso caballero Don dinero» más que un poema de Quevedo es el principal baremo del éxito.

En el feudo de la posverdad política en el que nada es verdad ni mentira la única opción es armarse de crítica con el fin de dejar de ser pasivos en los procesos de información y contrastarla constantemente para poder actuar y transformar no ya la ficción, sino la realidad. La desinformación promovida desde la política puede abrirnos la puerta a la aceptación de la mentira como verdad, pero somos nosotros los responsables de cerrarla o de optar por mantenerla abierta y convertirnos en cómplices de ella.

*Profesor de Secundaria y profesor asociado en la Universidad de Zaragoza