Resulta frustrante que el diálogo social del agua lo hayan marcado casi siempre los jueces y no la conciencia social de los políticos. Quienes aún defienden el Pacto del Agua como si fuera una ley natural deberían preguntarse por qué el Tribunal Supremo considera que en el proyecto de Biscarrués no existía un interés público superior al interés particular. Los políticos, que se precian de ser servidores públicos y defensores del interés general, debieron plantearse esta cuestión hace décadas. No solo por Biscarrués, sino por otros planes tumbados por vía judicial. Ahora, con un Gobierno a cuatro bandas y una nueva cultura en materia hidráulica, se supone que el viejo pacto, aprobado en junio de 1992, tendría que quedar enterrado. Para situarnos mejor: supongamos que estamos en 1992 y aún sigue vigente un acuerdo hidráulico de 1964. No tendría sentido.

Aquel pacto lo firmaron unos actores que, en su inmensa mayoría, ya no están en activo. No participaron ni Chunta, partido que siempre rechazó ese acuerdo, ni Unidas Podemos. Con el paso de los años, la amenaza del cambio climático modificó otras conciencias. Pero, a mi juicio, lo que entra en colisión con cualquier afán de prolongar ese desfasado acuerdo es la lucha contra el Aragón despoblado que, al menos hasta la pandemia, era prioritario. ¿Cuál será ahora la prioridad? ¿Inundar el medio rural sin control o revitalizarlo? Y aquí entra en escena el polémico recrecimiento de Yesa. Con un nuevo acuerdo del agua, en el que estén todos los que tienen algo que decir, Yesa debería ser objeto de una profunda reflexión crítica. Defender su ampliación y, a la vez, luchar contra la despoblación de la zona es un malabarismo complicado.

*Editor y escritor