Acabo de participar en un curso organizado por la Cadena SER y la Universidad Complutense de Madrid sobre los 40 años desde la aprobación de la Constitución española de 1978. Aunque quería centrarme en los profundos cambios económicos de España desde entonces, la juventud de los alumnos hizo aconsejable resaltar también los éxitos atribuibles a nuestra Constitución con el objetivo de equilibrar la actual presión para reformarla con la obligación histórica de hacerlo desde el respeto a lo que significó: romper, de manera consensuada, con el entramado jurídico del franquismo, permitiendo una de las más exitosas transiciones de una dictadura a una democracia plena.

A pesar de todos nuestros problemas actuales, hoy trabaja más gente que en 1978, la renta per cápita se ha más que duplicado en términos constantes, somos mucho más ricos como país, más diversos, con más oportunidades, hemos pasado de ser un país de emigrantes a recibir inmigrantes y tenemos un nivel de bienestar medible por parámetros objetivos (esperanza de vida, alfabetización, etcétera), muy superior. No hemos ido a peor, sino claramente a mucho mejor. Dicho eso, ha habido, en el ámbito económico, cuatro cambios que han alterado la realidad del país de manera tan profunda que afecta a nuestra Constitución.

El primero tiene que ver con el desarrollo mismo de una democracia, donde buena parte de la política económica se hace con los Presupuestos del Estado. Al pasar de una economía sujeta desde los poderes públicos, a otra social y de mercado, los ingresos y gastos públicos crecen, en relación al PIB, ya que los mecanismos de apoyo a sectores sociales y económicos se hacen, de forma transparente, con los Presupuestos en lugar de quedar oscurecidos en una orden ministerial o en la gestión directa de un organismo público dictatorial. La democracia ha traído, así, el desarrollo de un Estado de bienestar con mayores derechos ciudadanos y el concepto constitucional de progresividad de los impuestos.

El segundo sería nuestro ingreso en la Unión Europea. Dejar de ser un país cerrado y supuestamente «soberano» para abrirnos a compartir esa soberanía, de manera supranacional, con otros países de nuestro entorno. La existencia de decisiones comunitarias que son de directa aplicación en España con más fuerza vinculante que nuestras propias leyes o que condicionan nuestros márgenes de decisión no es un cambio menor. Como tampoco lo ha sido recibir, durante años, la solidaridad comunitaria que nos ha permitido financiar inversiones públicas que, solos, no hubiéramos podido hacer.

El tercer cambio radical tiene que ver con la construcción de la España de las autonomías. Pasar de un Estado único a otro organizado en 17 comunidades, más Ceuta y Melilla, más el Estado central, es una transformación de tanto calado que aún no está concluida. Cuando se aprobó la Constitución no había un modelo autonómico definido. Pero si durante los años de construcción ha primado lo que separa, la pelea competencial por «lo tuyo y lo mío», ahora ha llegado la hora de organizar, de manera federal, lo que une, «lo nuestro», lo común, lo de todos, así como la manera colegiada de adoptar aquellas decisiones que afectan al conjunto (Conferencia de Presidentes, etcétera).

El cuarto cambio radical ha sido en nuestro tejido empresarial con la globalización y la transformación digital. En 1978 no teníamos ninguna empresa «multinacional» española, mientras hoy existen más de 1.500 con instalaciones permanentes en el resto del mundo. Eso altera la localización geográfica de la secuencia producción-beneficios-impuestos-inversión-creación de empleo, realizada antes solo en el marco del Estado nación, y ahora, con cadenas de valor a escala mundial. Las empresas se alejan, así, del territorio, se hacen nómadas, y ello afecta al pacto social implícito en la Constitución. A la vez, las nuevas tecnologías modifican el catálogo de derechos y libertades, sobre todo, los derechos al trabajo y a la privacidad personal.

Yo voté a favor de la Constitución. Y no me arrepiento, convencido de que representa, sin duda, lo mejor de nuestra historia política. Cambiarla es necesario. Solo pido a quienes tengan que hacerlo que lo hagan con la misma inteligencia para el consenso con que se hizo hace 40 años. Para que los ciudadanos podamos votar sus cambios con la misma mayoría y el mismo orgullo y para que pueda ser útil, al menos, otros 40 años.

*Exministro del PSOE