Zaragoza cuenta con una excelente reputación de ciudad amable, preocupada tanto por el bienestar de sus ciudadanos como por el de sus visitantes. Incluso puede presumir de rasgos que rayan en la heroicidad, como el recientemente protagonizado por ese conductor del autobús urbano que, junto a un grupo de viandantes, terció en una trágica agresión de violencia de género cuyo fatal desenlace pudo así evitarse. Sin embargo, a la sombra de tan admirable capacidad de acogida y afabilidad, sobrevive a duras penas en nuestra ciudad un importante colectivo, el de las personas mayores, cuyo principal enemigo es la soledad. Son personas de edad avanzada, en un entorno que tiende a ser paulatinamente más hostil según se incrementan sus dificultades de movilidad. Muchas viviendas del casco antiguo carecen de servicios tan esenciales como el ascensor, lo que implica una condena al aislamiento, una barrera infranqueable para quienes ya no pueden confiar en esas piernas que antaño permitieron una autonomía ya olvidada. Sorprende que una estructura tan simple como la instalación de un elevador pueda resultar de tal trascendencia; sorprende asimismo que no existan más ayudas institucionales para subsanar esa carencia, junto con otras medidas que contribuyan a mejorar las condiciones de vida de los ancianos. A veces, el silencio es ensordecedor; tan elocuente como cuando delata la ausencia de una vida que se ha extinguido sin dejar otra señal que el mutismo, enmascarado también por el excesivo bullicio jaranero de la calle. Mientras, el número de ancianos crece y ni siquiera el desván de los trastos viejos puede ya acogerlos. Para ellos, Zaragoza no es una ciudad abierta, sino el desventurado marco de una existencia que se desvanece velada por la exclusión. H *Escritora