El pintor Eduardo Laborda publicó en el 2008 el libro titulado Zaragoza, ciudad sumergida como tributo a esa Zaragoza cultural, bohemia, bulliciosa y al mismo tiempo invisible que ha palpitado durante décadas al margen de los dictados y programas oficiales y oficialistas (y también de las subvenciones públicas, claro). Todavía está ahí (si se busca bien, se encuentra), sigue habiendo mucho movimiento paracultural semiescondido en las entrañas de la ciudad, aunque muchos de sus protagonistas echan de menos los buenos tiempos, los mejores tiempos, aquellos que tenían al bar Bonanza como referencia: punto de partida, de reunión y de regreso a casa. Todo a la vez. Aunque la mejor definición sobre el templo que regentaba Manolo García Maya la dio hace unos años el fotoperiodista Ángel de Castro: «Al Bonanza unos pasaban, otros iban y algunos vivían allí».

Recordando todo aquello es imposible evitar la asociación de ideas y preguntarse si más allá del ámbito de la cultura existen hoy también otras zaragozas sumergidas ajenas a la andadura natural y ordinaria de la ciudad. La respuesta es sí, claro, pero en coordenadas y niveles muy distintos. Ahí está el asunto de los okupas como botón de muestra. Según hemos conocido en las últimas semanas, subsiste una Zaragoza okupada de forma literal. Un parque ya no solo de pisos aislados, sino de edificios enteros, lo que constituye un fenómeno cuasi desconocido para la mayoría, a no ser que de repente salga a luz un caso (como el revelado por este diario en la calle Berges) y de la noche a la mañana todos nos echemos las manos a la cabeza (incluidos los responsables políticos).

Obviamente, se intuye también un sustrato soterrado ocupado de punta a punta por la política. De dónde iban a salir si no sin previo aviso 132 puntos consensuados por cuatro fuerzas políticas con marcadas, viejas y dolorosas diferencias. Un documento así no se redacta en una noche ni cae llovido del cielo; lleva algo de trabajo (está claro que en la sombra), por mucho que sea más ligero de lo que aparenta y no le falten vaguedades y compromisos etéreos que firmaría hasta Cruella de Vil (Un ejemplo: «Mantener el liderazgo de Aragón en energías renovables»). En fin. Esta es tierra de pactos, de acuerdo, pero no nos chupamos el dedo.

Donde también parece que están pasando cosas bajo el césped es en La Romareda y aledaños. Aunque hace ya tiempo que el olor a linimento quedó borrado del ambiente por el aroma de la especulación. Primero aquella desastrosa etapa de Agapito interferida entre bastidores y de forma nunca aclarada por la administración de Marcelino Iglesias. Después aquel borrón postrero de Juan Alberto Belloch a pocos días de dejar la alcaldía, permitiendo que se tramitase la cesión al club de los derechos de explotación del campo por un periodo de ¡75 años! (Santisteve frenó el expediente unas semanas después).

Y ahora no es difícil unir algunos cabos (nada es casualidad), empezando por la declaración de intenciones no disimulada del flamante nuevo alcalde, Jorge Azcón («lo primero, La Romareda»); y siguiendo por los recientes movimientos en la sociedad anónima deportiva, donde la ida y venida de conocidos y rimbombantes nombres y apellidos allí donde se mueve el capital (o debería moverse) se antoja como la preparación del camino para algo gordo que está por llegar. Y no parece, precisamente, que sean fichajes de relumbrón que ayuden a sacar al Real Zaragoza de donde está sumergido. Muy sumergido.