Alrededor de una hora y media antes de que Díaz de Mera decretase el inicio del partido, los aledaños de La Romareda eran un clamor. En realidad, el desfile de pasiones ya había comenzado antes, cuando la expedición zaragocista emprendió el camino hacia el estadio. Desde entonces, numerosos aficionados en motos, turismos o taxis escoltaron el autocar en el que viajaban sus ilusiones y sueños. Bufandas y banderas al viento y a todo claxon, el zaragocismo empezaba a jugar el gran partido.

Cuando el autobús giró a la derecha para recorrer la recta final que le separaba del aparcamiento en el campo municipal se desató la locura. Mascarilla en ristre en la gran mayoría -no en todos- pero con escasa distancia entre corazones, cientos de aficionados esperaban a los suyos. La escena recordaba aquellos recibimientos multitudinarios que emocionaban a propios y extraños. El Zaragoza iba a jugar el partido más importante en mucho tiempo sin el calor de su gente, pero no iba a estar solo. Nunca lo estará.

Poco antes había llegado el Huesca, que ya conoce ese sudor frío que recorre el cuerpo cuando queda preso del miedo escénico. De eso se libró ayer el equipo oscense. La batalla iba a ser a puerta cerrada, pero, fuera, hacía calor. Mucho calor.