Esta es una afición buena. Educada, fiel y puntual para el aplauso ya vuele un balón al área rival o se suba un gato al larguero del portero visitante. Se acabaron los tiempos en los que los dirigentes salían del estadio de incógnito después de que el palco hubiera sido asediado como El Álamo por un público indignado hasta la médula, pidiendo a gritos dimisiones a granel. Ni rastro del hincha que, fuera de sí y furibundo, amenazaba con lanzar al campo a la criatura de su propia sangre que llevaba en brazos. Nada de almohadillas voladoras ni cánticos atronadores contra una gestión vergonzante (como por ejemplo la de la directiva del Real Zaragoza en este curso). El fútbol se ha civilizado y con él este nuevo público, cada vez más espectador aunque le roben el espectáculo. Hay que felicitarse de la rebaja de agresividad y de la reducción de los ultras. No tanto de que la clientela se pliegue sumisa frente a cualquier tomadura de pelo, asumiendo su papel cada vez menos influyente no ya en la economía sino en el único foro donde aún puede hacerse oír y respetar: el estadio. El encuentro contra el Numancia tan solo examinaba a esa masa social dolida y ninguneada, a su capacidad para cortar la respiración de La Romareda con una manifestación atronadora y contundente de su frustración. Después de un partido que en otra época no se lo hubieran consentido ni entrenador ni jugadores, de un encuentro donde los dos equipos se dieron crema solar a la sombra de un resultado complaciente al que solo parecían renunciar Biel, Nieto y Guti; tras una temporada (tras otra) aliñada de mentiras y pobreza de recursos naturales sin saber ni siquiera cómo administrarlos, la gente se marchó como quien sale de la ópera. Que se jugara en martes o la ilusión que ha generado la renovación de Víctor Fernández no son excusas para mostrar ese talante analgésico, hasta cierto punto cómplice de una gestión que para nada ha anunciado más mejora para el futuro que un entrenador a gusto del consumidor, de un icono que o le renuevan la plantilla de norte a sur o será invitado a irse, como otras leyendas, por la puerta de servicio. Afición buena, pero ¿buena afición? La extrema exigencia de los pobladores de este santuario nunca ha sido caprichosa ni exagerada. Tampoco tan dura en su juicio como se difunde. Los Magníficos, los Zaraguayos y el equipo campeón de la Recopa, además de otras generaciones intermedias y no menos exquisitas, habían endulzado el paladar de unos seguidores que no admitían un solo gramo de sal. Ni aun con la victoria de coartada. El desgaste de los viejos guerreros de la grada, comprensible después de una década ignominiosa, y el brote de entusiastas y jóvenes forofos que han aportado un gran sentido de pertenencia al club pero un bajo nivel de demandas, han ayudado a convertir al Real Zaragoza en lo que es: un equipo de Segunda con todas las de la ley. Mientras se siga aplaudiendo al gato triste y azul que hace equilibrios sobre el larguero como mejor ocasión en un partido, los gobiernos se sucederán sin tambalearse lo más mínimo. Ustedes tienen la última palabra. Y que no sea rendición.