Podría contar Luciano Martín Galletti cuánto le ha cambiado la vida en estos 10 años, desde aquel gol, desde aquella subida a Montjuic, recordada tanto por su galletticazo del minuto 111 como por el brillo de ese Zaragoza de Víctor Muñoz, tan capaz de soltar un partidazo ante un Madrid de aspecto intratable. Su crónica empezó a cambiar en el 2005, cuando tuvo que marcharse de Zaragoza para jugar en el Atlético y no quería. Tuvo que salir luego del Manzanares y tampoco quería. Más tarde, una insuficiencia renal le obligó a abandonar el fútbol, ya en el Olympiacos. Obviamente no quería. El pasado verano volvió durante unos meses al OFI Creta para quitarse el mal gusto tras recibir un riñón de su padre. Y adiós. Muchas cosas, demasiadas, en el último decenio de un futbolista que es uno más en el mundo, un héroe en Zaragoza, donde vivió el momento cumbre de su carrera al poner en órbita aquella comba perfecta que tumbó a los galácticos.

El Hueso acaba de colgar las botas en su pequeño museo, junto al roteiro que se metió bajo la camiseta nada más concluir el partidazo de Montjuic del 17 de marzo del 2004. Lo recuerda todo de aquel día: la mañana mirando la plaza España desde la ventana, el momento de saber que no era titular, la llegada al estadio, las palabras con Cani, el mensaje de Yordi, la celebración, la cena sin cena... Y el gol que le hizo eterno al otro lado del Atlántico. Lo ha visto en miles de ocasiones, "tantas que a veces me da miedo que se vaya fuera", dice riendo. Añade: "Por el momento ha entrado todas".

Se ha aprendido al detalle cada movimiento de ese instante, de ese golpeo tras el pasito atrás para acomodar el cuerpo y el ataque directo al balón. "Cuando le pegué, yo sabía que le había dado con el empeine de lleno y que iba a ir directo. Le entré muy bien a la pelota, me di cuenta enseguida. Obviamente, no sabía que iba a entrar pegada al palo". Allí fue, previo bote un metro antes de César, que ni se acercó a poder desviarla.

El roteiro, ese balón mortal que se inventó Adidas para la Eurocopa del 2004, ayudó lo suyo. "Cuando empezamos a probarlo, al jugador le gustaba mucho porque siempre hacía algún movimiento. Para los arqueros era al revés. Era un balón diferente, más liviano, salía con más fuerza". Que se lo cuenten al César de la otra portería, Láinez, al que le cayeron dos bombas, de Beckham y Roberto Carlos. Aún se las reprocha.

Tiene bien fresco el partido Galletti. "Lo vi hace una semana completo. Lo pasaron aquí (ha regresado a La Plata) en un canal argentino que emite partidos históricos. No lo había visto contado en la televisión argentina y era muy diferente, claro. Cada vez que miraba la cancha de Montjuic, con nuestra afición como jamás la había visto, se me ponía la piel de gallina", explica el exjugador, que se detiene en la hinchada. "En el hotel nos juntamos en la habitación con Gaby (Milito), Leo (Ponzio) y Delio (Toledo), mirábamos a la plazoleta de enfrente y veíamos la cantidad de gente que había y cómo cantaban desde por la mañana. Eso nos motivó muchísimo. Luego, cuando íbamos en el autobús, la gente nos rodeaba y cuando salimos a calentar la tribuna ya estaba repleta. Fue la primera vez que vi a la afición tan enchufada con el equipo, revoleando sus bufandas y preparada para la fiesta".

El Real Madrid paseaba sus estrellas por todas las competiciones con esa áurea imponente de los equipos gigantes. Dominaba la Liga casi con soberbia, abrumaba a sus rivales, apenas se le encontraban resquicios. En España, obviamente, casi nadie creía que el Zaragoza fuese capaz de ganar esa final. Menos los zaragocistas, claro. "Uno es consciente de lo que significa ganar una final al Madrid y marcar el gol definitivo por el clima que había en la previa, pero los únicos que creíamos que podíamos lograrlo éramos los jugadores y la afición. La dirigencia ni siquiera había preparado una cena y terminamos varios cenando fuera del hotel. No teníamos ni champán, lo sacamos del vestuario del Real Madrid. Fue algo muy raro. Nadie parecía confiar en el Zaragoza, salvo nosotros y los nuestros. Por el significado que tenía esa final ante el mejor equipo del mundo entonces, los jugadores sabíamos que a un partido les podíamos ganar. Y lo logramos".

El final fue feliz, pero no todo el día fue igual. Galletti, como casi todos, esperaba ser titular esa noche en la montaña. "No lo niego, estaba muy cabreado. Ahora no cambiaría lo que pasó, pero en el momento me sorprendió mucho. Aun así, sentía que iba a ir bien, no sé por qué. Abracé a Cani, que jugó en mi lugar, y recuerdo que Yordi me habló de la anterior final, con el Celta, en la que había hecho el último gol siendo suplente".

Pasada una hora de partido, Víctor Muñoz decidió sacar del campo a Dani para poner la frescura y la velocidad de Galletti. El delantero, autor del primer gol, se marchó protestando. No se esperaba salir de la final tan pronto. Pocos lo imaginaban. Pero el técnico aragonés iba a dar con la clave de la final, sin saber que apenas cinco minutos después Carmona Méndez iba a tratar de inclinar la final al expulsar a Cani. "Si lo expulsan antes, seguro que ni entro ese día", dice el Hueso, que recuerda que luego igualó el número y el juego al provocar la expulsión de Guti en el minuto 95. "Ahí se abrió el partido".

"Por suerte, los imposibles no existen, y más en el fútbol". La frase la dijo el argentino hace años. La repite cada vez que habla de esa final, en la que sigue sin explicarse por qué tan pocos creían que el Zaragoza tenía una oportunidad. La cogió cuando engatilló en el minuto 111 el balón de la gloria. Entonces se echó a correr con la mano detrás de la oreja. "Los hinchas estaban enloquecidos, pero yo les quería oír gritar más y más. Encima me tocó de frente todo el festejo de la grada del Zaragoza. Vas viendo toda la película de esa final y de esa copa y es un broche impresionante."

Faltaban 10 minutos de sufrimiento, que fueron los que sirvieron a Láinez para resarcirse con un paradón. "Cuando sacó César ese balón a Zidane, pensé: 'Ya está'". Estaba. Quedaba la gloria.