Se hizo tan largo el partido como está siendo una temporada que ya figura en la historia negra del Real Zaragoza. En realidad, el encuentro fue el fiel reflejo de lo que ha sido una campaña nefasta marcada por el fracaso y el bochorno. Anoche, al menos, había cierta coartada. La salvación, rubricada la pasada semana pese a la derrota en Málaga, suprimía el dramatismo a la última cita en casa, aunque no eximía al Zaragoza de empezar a suturar el orgullo abierto en canal de los suyos. Nada de nada. Eso fue, otra vez, el partido.

El empate era previsible. No lo era tanto la inexistente protesta de la grada más allá de la grada de animación. La Romareda apenas silbó. Ni gritó. Nada de exigir cabezas ni pedir responsabilidades. El enfado solo procedió de una parcela del campo. El resto apostó por correr un tupido velo y soñar con tiempos mejores. Han de serlo, sin duda.

Víctor llenó el once inicial de canteranos, aragoneses o futbolistas íntimimamente relacionados con esta tierra. Solo tres jugadores -Verdasca, Ros y Álvaro- no pertenecían a alguno de estos tres colectivos en lo que podría interpretarse como una declaración de intenciones. Tal vez otra fue que entre ellos no estuviera Pombo, que apenas dispuso de un cuarto de hora.

En el habitual 4-1-4-1 en defensa y 4-3-3 en ataque, el Zaragoza encaró el partido con cierto ímpetu, pero lejos del entusiasmo. Guti y Biel -los más destacados de la noche- acaparaban los intentos ofensivos de un equipo aragonés que dominaba el balón ante un Numancia que salió al campo con la bandera blanca. A los sorianos, el empate les sabía a gloria y estaban dispuestos a arriesgar lo justo. O menos.

Las escasas llegadas llevaban poco peligro. Un disparo lejano de Guti y dos cabezazos desviados de Pep Biel y Soro precedieron a un ensayo de Marc Mateu que se perdió no muy lejos del poste derecho de Ratón, ayer titular. Poco después, Gutiérrez también se acercó al gol al rematar ligeramente desviado un saque de esquina. El partido no era bueno, pero, al menos, se dejaba ver.

Álvaro, de nuevo increpado por la grada de animación, gozó de las dos mejores ocasiones del Zaragoza en el primer periodo. En la primera no apuntó bien tras un buen centro de Delmás desde la derecha y en la segunda se topó con una gran parada de Juan Carlos, que sacó de la escuadra un magistral lanzamiento de falta directa del catalán. Poco antes, David Rodríguez tampoco ejecutó con acierto un centro desde la izquierda. El Numancia, en todo caso, parecía despertar.

Pero todo fue a peor tras el descanso. La anestesia general se adueñó del partido, que se fue cayendo al mismo tiempo que un Zaragoza plano. Solo Biel parecía dispuesto a dar una alegría a la parroquia, pero el balear, esta vez, no estuvo certero en la ejecución y su lanzamiento, a los cuatro minutos de la reanudación, se estrelló en los guantes de un sobrio Juan Carlos.

El Rayo Majadahonda ganaba en Oviedo y al Numancia le entraron los siete males. El resultado en el Tartiere ponía contra las cuerdas a los sorianos, que, entonces sí, se pusieron manos a la obra. Fran Villalba empezó a tejer y López Garai apostó por Guillermo en sustitución de un apagado David Rodríguez.

Pero los mejores minutos de los visitantes se toparon con Dorado, que en su último partido en La Romareda, salvó dos goles cantados. El primero, al sacar bajo palos un cabezazo de Gutiérrez que buscaba la red y, poco después, al desbaratar desde una posición similar un remate de Guillermo que ya había superado a Ratón.

Del Zaragoza apenas había noticias. Solo un puñado de contragolpes muy mal ejecutados por culpa de decisiones erróneas. Es decir, un clásico.

La única oportunidad reseñable, a un cuarto de hora de la conclusión, estuvo en las botas de Álvaro, que, siempre desde la izquierda, culminó una galopada con un disparo que se estrelló en el palo derecho del marco bien defendido por Juan Carlos.

Hasta el final, poco. O nada. La remontada del Oviedo serenó al Numancia y se impuso un tácito pacto de no agresión. A esas alturas, Víctor ya había recurrido a Marc Gual y a Pombo para refrescar el ataque en busca de una despedida con buen sabor de boca. Pero el movimiento no funcionó. El partido hace tiempo que se había instalado en el tedio. Y así continuaría hasta el final.

El pitido del árbitro dio paso a una protesta con algunos decibelios más. Lejos, en todo caso, del volumen de la megafonía. Todo había acabado. Uno de los mayores fracasos en la historia moderna del Zaragoza culminaba sin pena ni gloria. Cloroformo. Hastío. Resignación. Hasta nunca.